Una mente variante

Publicado el una mente variante

Nos «tocó» ser disruptivos

Crecimos en una cajita de cristal viendo que hay vida afuera, pero privados de interactuar con ella. Carecemos de habilidades para conectar más allá de lo que se nos ha vuelto habitual: odiamos las multitudes, nos abrumamos con las personas que nos preguntan cosas en la calle porque tememos por nuestra seguridad, tenemos miedo de opinar porque podemos provocar reacciones inesperadas (muchas veces llegamos a modificar la forma en la que manifestamos lo que queremos por no afectar al otro).

Nos quedamos encerrados en el “deber ser” viviendo el paso a paso esperado de nuestras vidas, desconectándonos con lo que en realidad nos gustaría hacer, privándonos de lo que nos vibra dentro. Repetimos planes porque intentar algo nuevo atemoriza y hasta hemos llegado a encasillar actividades para ciertas edades de la vida: ya no se puede ser un “viejo que se divierte” ni “un joven serio”, hay que “organizarse pasados los 30”, sólo se pueden tener las “libertades que cada edad y cada presupuesto permiten”, un trabajo sólo se deja cuando se tiene otro asegurado, una idea sólo se ejecuta cuando se tiene todo el presupuesto para llevarla a cabo, etc.

La “estabilidad” se adueñó de nuestras ganas de crecer, aprender y hasta de madurar. La vida sencilla, tranquila, sin variaciones es la que se impone y se nos vuelve paisaje, tenemos amigos que sólo nos hablan del “estar tranquilo con el billete en el bolsillo” de la frustración que deja iniciar algo nuevo, del dolor que genera la pérdida, del temor al vacío de los días no programados en detalle, del abrumador camino de la incertidumbre, de cómo “esperar” es el nuevo estado óptimo, y el “arriesgar” es un privilegio de unos cuantos que no “piensan a futuro”. El presente se olvidó y nos programamos para tener los pies en el futuro esperado que debemos vivir como dice la norma.

Ya no más. Es el momento de tomar las riendas de la propia vida, la animación suspendida estuvo buena pero se siente como un peso cuando empiezas a darte cuenta de que hay otras formas de vivir, y de que estás en control de cómo quieres vivir la vida. Hay que detenerse, hay que cambiar, pero tampoco sabemos cómo hacerlo. Hay que cortar, llevarse al extremo, hacerlo de golpe y sin anestesia, hay que ver la vida diferente, llegó el momento de cortar, dejar atrás, vivir de nuevo…

Necesito ser disruptivo, porque no sé de qué otra manera llevarme a cambiar, porque no sé como venderle a los otros el cambio, porque es mejor aprender sobre la marcha antes que seguir en este estado, porque los modelos con los que crecimos están obsoletos, porque las cosas pueden hacerse de otra manera, porque se puede vivir distinto, con miedo y todo, pero distinto.

 

Nos “tocó” ser disruptivos porque no aprendimos a fluir con la vida.

Los cambios ocurren, el planeta está lleno de ciclos, es natural que las cosas y las personas cambien, que experimentemos los días de manera distinta, que nuestro temperamento no sea el mismo siempre, que tengamos opiniones diferentes de un día para otro, que aprendamos a ritmos distintos, que creemos asociaciones mentales diferentes. Y eso está bien.

Nos tocó ser disruptivos para aprender que la vida no es como nos la pintan, sino que responde a cada camino que tomamos, es una creación personal que demanda responsabilidad, compromiso, compasión y vulnerabilidad, en cada una de las decisiones tomadas.

 

Nos «tocó» ser disruptivos para crear nuestra identidad.

Crecimos modelando nuestra identidad por identificación o por descarte (me gusta “eso”, voy a intentar serlo, no me gusta “eso” nunca lo seré), con la idea de lo que se “debe ser y tener”, con personas buenas y malas a nuestro alrededor, con buenos amigos y malas amistades, con personas que aportan y con malas influencias, con la idea de que “lo bueno es lo de afuera”, de que existe lo “chibchombiano” y de que no hay remedio porque nacimos donde tocó; crecimos con la culpa latente y un “no sea desagradecido y apéguese a lo poquito que tiene” pegado en la frente.

Nos «tocó» ser disruptivos para acabar con el qué dirán, para callar las voces que nos dicen lo que se debe hacer y lo que no. Para silenciar a quienes nos “hacen pequeños” por el miedo al brillo y la responsabilidad que trae el éxito, o de quienes tienen la necesidad de protegernos de nuestro propio sufrimiento.

 

Nos “tocó” ser disruptivos para entender que se aprende de la experiencia propia.

El manual, el consejo, el “hágame caso que yo ya pasé por ahí”, el paso a paso, el pregunte a ver qué tal y hasta la “crítica constructiva”, dejan de ser útiles cuando necesitamos aprender, cuando reconocemos que la vida se siente viviéndola y que los aprendizajes son creados a medida. Cuando ciegos ante el dolor propio y ajeno, ante la pérdida, ante el duelo y la felicidad, nos permitimos sentir y descubrimos que eso que nos han dicho, no es más que una versión de las emociones que nos queda grande, porque lo que vinimos a experimentar está tan puesto en nosotros que ni siquiera necesitamos hacerlo evidente, ni proclamarlo… si no que ya es, y nuestra forma de sentirlo es la adecuada, ya trae la información que necesitamos.

Nos «tocó» ser disruptivos para conectar con la sabiduría ancestral, para escucharnos, para ver que la intuición existe, para aprender de una manera diferente, para conectar con otros saberes, para llevarnos a experimentar las emociones de una manera distinta, para reconocer que cada paso que damos tiene importancia y valor, que cada día trae información valiosa.  

Nos «tocó» ser disruptivos para sentirnos vivos.

 

 

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