Umpalá

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Orinando contra un árbol…

… y después de la proyección de un documental de Lise Toa Mogrovejo sobre la tierra de Arnhem en Australia nos quedamos tomando vino en el campus de Nanterre, que se parece tanto a las universidades colombianas, es decir que parece una universidad y no un colegio de curas como otras universidades de por acá. Mientras orinaba de pie contra un árbol (¿por qué he dicho «de pie»?) me llegaron casi simultáneamente dos mensajes de texto. Los dos decían, de diferente manera, que Gabriel García Márquez había muerto.
Uno sabía que García Márquez se iba a morir, son cosas que le pasan a todo el mundo y sin embargo hubo un vacío. Un silencio también. Volví al grupo, habían destapado otra botella. Se unieron al silencio. Brindamos.

Supongo que cada colombiano sabrá lo que hacía en ese momento y los recuerdos que le vinieron a la cabeza. Un amigo, Oscar Estévez, pensó en su profesora de Español, doña Alba Inés Castro, cuando les pasó «El rostro de tu sangre en la nieve». Otro, Jesús Álvarez, en el día en que de castigo  lo pusieron a leer «Relato de un Naúfrago» como castigo y en cómo ese momento le cambió la vida.

Yo pensé, y he pensado en estos días, en un encuentro en 2001 en la estación de autobuses Greyhound de Sacramento a una hora en la que sólo había putas y dealers y donde una chica rubia de trenzas estaba leyendo «Cien Años de Soledad sentada en el piso». En cómo el libro abrió la puerta para que habláramos toda la noche. En todas las veces en las que uno sabe que tendrá una conversación interesante porque después de que ha dicho «colombiano» le contestan «García Márquez» y no «Escobar» o «Falcao».

En inglés «Cien años» siempre me pareció una novela épica y me imagino que los lectores gringos lo sienten como algo entre el Señor de Los Anillos y una de esas grandes novelas sobre la Guerra de Secesión. Se nota desde el principio porque cuando uno lee “Firing squad” escucha los disparos y con “Pelotón de fusilamiento” uno vé los soldados. Además uno sabe dónde pasa la cosa, así que además los imagina harapientos, con los uniformes devorados por el trópico que también se los está tragando.
Para los gringos Macondo debe ser una Tierra Media pero en plena época de la esclavitud, en Nueva Orleans.

Cuando viví en un apartamento subalquilado en París, el dueño tenía en su biblioteca la edición que he visto muchas veces en el metro, una con un papagayo en la portada (la edición gringa es violeta, yo se la regalé a mi maestro de literatura Hernando Motato, que debe estar muy triste en estos días). Cuando entrevisté a Daniel Pennac me dijo que su familia Malaussène, estaba por supuesto inspirada por los Buendía y para acabar de convencerme, recitó las primeras páginas de memoria. Tengo la impresión de que habría continuado toda la tarde, que hubiéramos llegado a barcos en medio de la selva y colas de puerco.

Volví a comprar el libro en un mercado de Turín. Descubrí que lo entendía, que gracias a que estaba en terreno conocido, el italiano comenzaba a sonarme familiar y meses después lo adquiri en rumano en Bucarest. En rumano la novela se llama “Un veac de singurătate ”. “Veac” no quiere decir “cien años” sino “un siglo”, pero es una manera más sublime de decirlo, un “siglo” pero histórico.
Como Pennac, Mircea Cărtărescu, el escritor rumano que debería ser el primero en ganarse el nobel, es un gran fan del libro y su gran epopeya sobre su país, “Orbitor” (ceguera), desborda de claves macondianas y guiños al universo de García Márquez. Como si (es él quien lo dice) ese siglo latinoamericano fuera la clave para a la vez entender y describir su propio Macondo, en ese en el que no hay compañías bananeras sino un comunismo convertido en dictadura totalitaria bajo un “patriarca” llamado Ceausescu.
Yo imagino que en todos lados hay Macondos, que por eso García Márquez nos hizo existir, nos dio voz, nos dio a los de los pueblos condenados una historia en clave de ficción que es mucho más cierta que la historia oficial.

Yo prefiero no decir Gabo, no por falta de cariño sino por falta de confianza, porque así dicen muchos que no lo han leído y peor , muchos que sólo lo vieron de lejos, que se permiten declarar que “lo conocieron” a lo mejor abusando de su hospitalidad legendaria. Que haya sido amigo de Fidel Castro le pone más que quitarle, porque se hicieron amigos cuando los dos representaban la esperanza de un continente herido. A lo mejor con el tiempo Castro no supo seguir siendo revolucionario y García Marquez dejó se ser ese secritor combativo de la revista Alternativa cuyas crónicas le obligaron a exiliarse.

A lo mejor as posiciones cómodas nublan eso que llaman el discernimiento.
A lo mejor  los dos envejecieron, lo que es perdonable, y aún así conservaron su amistad, lo que es meritorio.

Uno en todo caso vé a los que no lo leyeron criticándole sus fotos con Castro mientras que los que sí lo leyeron le perdonan las fotos con Clinton.

No es de eso que quiero hablar, sino de la colección de las obras de García Márquez en una edición barata de Oveja Negra que estaba en mi casa. Tampoco me importa que luego esa editorial le quedara debiendo plata. Importa que en esos libros descubrí que un colombiano, un tercermundista como uno, era capaz de contar el mundo, darnos un lugar en la cultura y la historia del mundo. Hacernos existir. Yo no lo sabía entonces, era un niño que escarbaba los libros a ver qué, yo creo que a lo mejor lo supe el pasado Jueves Santo, orinando en un árbol de Nanterre, de la misma manera como se murió Aureliano Buendía, una de esas casualidades que los que nacimos en estas tierras arrastramos por todo el mundo.

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