Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Por las cañerías de la ostentación

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Reseña de Era más grande el muerto de Luis Miguel Rivas. Seix Barral, 2017.

El escritor debe construir todo lo que estará en la novela o el cuento: los espacios, los personajes, los sentimientos, el contexto social, el clima, los sonidos, los olores, el vocabulario… No se trata de transcribir la realidad, sino de recrearla. Se toma un evento, se descompone en piezas que se traducen de tal manera que el lector lo sienta veraz. Que sienta que la casa es una casa de verdad y que el personaje es una persona que respira, transpira y habla. Especialmente habla. Este punto es uno de los más difíciles: el acento, las muletillas, el tono, la cadencia.

Justamente esa es la primera virtud de Era más grande el muerto: se construyó un «paisa» de tal manera que no es cliché: se lee sin tropiezos y no entorpece el ritmo. Pero no sólo eso, el “paisa” enriquece la narración: “Llegaron otros dos policías a ayudar pero tampoco pudieron con Juan que ni se inmutaba reboliando tombos prendidos de sus brazos, de sus piernas, y que con cada envión se movían como si fueran colgados de la puerta de un bus dando curva […] De pronto vio algo adentro del negocio y con dos manotazos tiró al piso al manojo de tombos y salió entrombado a encontrarse de frente con uno de los macancanes de Cambalache que salió enfurecido. Se chocaron en la acera con severo guacacazo que resonó en todo el parque y Tenga hijueputa pa’que aprenda a respetar, Aquí le tengo el respeto, gran malparido, y prácatelas y guanabanazo va y guanabanazo viene, con toda la rabia”.

Pero no sólo construyen imágenes violentas, también crea la atmósfera que condensa la situación, la acción y la emoción: “Pero cuando cogió la cacha y levantó la mirada enfurecida la encontró a ella en mitad de la sala, desprotegida y frágil, tranquila y firme, mirándolo desde por allá adentro, y la imaginó tirada en el suelo con un balazo en la frente y se le desinfló la furia y sintió un chuzón frío en la mitad del pecho y las ganas de acabar con ella se chocaron en el vacío y la tristeza de que ya no estuviera viva en este mundo, así fuera para hacerle dar ganas de matarla”.

Villalinda está tan bien construida, que el lector tiene la idea que alguna vez estuvo dando un bote por los parques, tomándose un aguardiente en el bar El Pueblo, escuchando las motos sin tubos de escape, viendo a los muchachos de Paratodo empujando los carritos por las calles. La construcción de Villalinda es un trabajo de orfebre: cada detalle puesto en su lugar y en su momento, con palabras precisas que no rompen el ritmo de la narración. Los personajes, igual que el espacio, se construyen para que persistan en la memoria del lector como si los hubiera conocido: la gentileza de don Humberto, las locuras de Yovany, las rabonadas de Cambalache, la prepotencia de don Efrem, las buenas maneras de Moncada. Los personajes se van formando como si les cayera una capa de pintura en cada giro de la novela. Las primeras capas son gruesas, luego son delgadas, después claras, más tarde oscuras, al rato matizadas, hasta que se tiene una persona en lugar de un personaje.

A pesar de lo dicho, el mayor acierto está en la construcción de la juventud: el lugar en el que convergen los amigos, el trago, el deseo, las dudas, las falta de plata y de oportunidades. Estos elementos son el motor de la historia: sin el deseo de sobresalir, sin la falta de plata, sin los amigos del barrio, no existiría la posibilidad de que un muchacho compre la ropa de un sicario muerto. El acierto, pienso yo, está en recrear la juventud marginal que fue la materia prima de sicarios que mataban para comprarle una casa a la mamá y los “suizos” que llevaban bombas sin saber que la llevaban. La misma juventud que alimenta esa amistad que no se vuelve a ver en la madurez: partir un pan en dos para paladear el hambre de la tarde, sentarse a hablar en un andén para desahogarse, ir con el amigo a dejar una hoja de vida en una oficina. La juventud que vivió un puñado de escritores que empiezan a recrear el desplome de una generación y de un país que se fue por las cañerías de la ostentación, el dinero fácil, la violencia como método para solucionar los problemas, la bravuconería como norma y la corrupción como estrategia.

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