Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Escombros (3)

Hotel corridor

(2)

En la noche se encontraron MariaTé y Rodrigo en Café Pasaje para evocar la primera cerveza y el primer beso. A las once fueron al bar del hotel y a las tres subieron al cuarto donde tuvieron sexo hasta que les cogió el sueño. A la mañana siguiente el hotel estaba solo. Apenas se sentía el rumor de pasos apagados por el tapete. MariaTé dormía con la cabeza doblada al tiempo que Rodrigo pensaba en Mariana y en la pelea del día anterior. Se levantó, se puso la camisa, el pantalón y los zapatos.

—¿No piensas bañarte? —preguntó MariaTé con la voz enredada en las telarañas del sueño.

—Tengo un hambre tenaz. Dudo que aguante un segundo más.

—Pidamos al cuarto.

—Estás loca. Sabes mejor que yo que se demoran una eternidad para traerlo. Y más a esta hora —dijo señalando el reloj de su muñeca.

Dieron dos golpes a la puerta. Silencio. Dos golpes más, pero los dieron con la palma de la mano.

Rodrigo abrió la puerta asustado. Pensaba que había sucedido algo grave, pero no fue así: Ángel estaba al otro lado de la puerta, tambaleante y con sonrisa idiota. Rodrigo lo miró de los pies a la cabeza: zapatos sucios, jean grasoso, chaqueta de cuero con los puños y el cuello carcomido y una botella de aguardiente en la mano derecha.

En ese momento MariaTé recordó que olvidó comunicarse con Ángel para cancelar la cita a causa del almuerzo con Andrea, las compras de la tarde y la cita con Rodrigo.

—Buenas tardes señoras y señores —dijo Ángel en el vano de la puerta. —Disculpe —le dijo a Rodrigo mientras lo empujaba con la mano en la que tenía la botella.

La situación desbordaba a Rodrigo. Por un momento tuvo la sensación que era una pesadilla causada por la mezcla de alcohol y medicamentos psiquiátricos.

—Oiga, ¡qué le pasa imbécil! —gritó MariaTé desde la cama, al tiempo que se cubría el cuerpo con las cobijas.

—Ahora se va a poner arisca porque su maridito está presente —dijo Ángel mientras iba a la cama. —Acuérdese que usted misma me invitó; hasta me dio el número del cuarto —continuó.

Puso la botella en medio de las piernas e hizo el amague de meter la mano en el bolsillo. La chaqueta le incomodaba. Levantó el brazo violentamente, como si quisiera rasgarla. De su brazo izquierdo emergió el tatuaje de un ancla verde, con los filos oxidados.

Rodrigo sintió una marea oscura que subía desde el fondo del estómago cuando vio el tatuaje. Le temblaron las piernas. Sintió vértigo y náuseas. La escena le recordó la última noche de su matrimonio. Fue en la despedida de la empresa. Bebió y río hasta que cayó en cuenta que hacía buen rato que no veía a MariaTé. Fue a buscarla. Deambuló por oficinas con decenas de escritorios separados por tabiques de un metro de altura que parecían zozobrar en el silencio del amanecer. En el quinto piso vio una luz encendida. Avanzó lentamente dando pasos que se amortiguaban por un tapete negro con líneas grises. Cuando estuvo a treinta metros de la oficina, vio las piernas desnudas de un hombre sentado sobre el escritorio y MariaTé haciéndole sexo oral. Tenía los ojos cerrados. El movimiento de su cuerpo y el palmoteo sugería que otro hombre la estaba penetrando por detrás. Los senos se movían como si estuvieran hechos de una sustancia espesa. Una mano salió detrás de la puerta. Los dedos se hundieron en su cabello, después la mano bajó por su hombro para buscar los senos que se habían detenido. A pesar de la distancia vio claramente que el brazo tenía el tatuaje de un ancla. Entró a la oficina vecina antes de que lo vieran. Contempló la pantalla del computador cubierta con papelitos amarillos. Cerró los ojos mientras escuchaba palabras entrecortadas, palmadas, golpes de las piernas contra las nalgas y susurros que se deshacían en gemidos. Su corazón se desbocó cuando tuvo consciencia que los gritos de MariaTé eran provocados porque era penetrada por dos hombres. Un deseo oscuro, inconfesable, le subió del fondo de las entrañas. Se bajó los pantalones y se masturbó con rabia. Después se fue para la casa de Mariana.

—¡Haga que me respeten, maricón de mierda! —le gritó MariaTé a Rodrigo para que saliera de su letargo.

Ángel le apuntaba con el pico de la botella a MariaTé, quien también gritaba. Estaba apoyada en las rodillas y al parecer no le importaba que Ángel la viera desnuda. Rodrigo la miró a los ojos, quiso decirle perra, pero no lo hizo, sólo dio media vuelta y salió del cuarto dando un portazo.

Mientras caminaba por la Avenida El Dorado sabía que iría a la casa de Mariana. Era probable que lo consolaría como hizo la noche que llegó desorientado y con nauseas. Fue paciente. Escuchó las frases entrecortadas con las que pretendía relatar la búsqueda, las oficinas, el sexo oral, la doble penetración y el pajazo en la oficina vecina. Le limpió las lágrimas de sus lloriqueos de cobarde, de maricón de mierda, como le acababa de decir MariaTé. Lo acostó en su cama. Le consintió la cabeza como si fuera un niño. Después le desabotonó la camisa, el pantalón, le bajó la cremallera y lo desvistió. Ella hizo lo mismo. Se acostaron desnudos y entrepiernados hasta que el amanecer se filtró por las cortinas.

La brisa levantó una espiral de polvo y hojas secas. Al fondo se veía el puente de la Avenida 68 con un grupo de buses y carros trabados en un trancón.

—Y eso que es lunes festivo— susurró Rodrigo.

Lamentó haber dejado la chaqueta en el hotel. Levantó el cuello de la camisa y caminó entre los escombros de una ciudad que se hundía en la oscuridad.

Fin

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