Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Entrevista de trabajo

Entrevista1

Gustavo entró por un pasillo que conducía a un laberinto de cubículos separados por tabiques de un metro de altura. Siguió la ruta hasta llegar al último de ellos, como le había indicado la muchacha de recepción. El lugar tenía un archivador, un escritorio, un computador y una mujer de cincuenta años, quien tenía el cabello cogido en una cola de caballo. Sobre el escritorio había una placa de letras blancas y fondo negro que decía Julietica Cortés, diminutivo que le robó una sonrisa a Gustavo.

—¿En qué le puedo servir?, —preguntó la mujer.

—Vengo para una entrevista con el señor…

—Martínez, —interrumpió Julietica, mirándolo de pies a cabeza para tasar las posibilidades de ser admitido en el puesto. —Siéntese, por favor. No demora en llegar.

Se sentó. Las rodillas daban contra el escritorio. Miró hacia todas partes, después se tropezó con las arrugas de Julietica que se acentuaban cada vez que sacaba del cajón un puñado de facturas y los aplanaba contra el escritorio. Después de repetir el ejercicio tres veces, se quedó quieta, levantó la cabeza y miró a Gustavo.

—No debería decirle esto, pero lo haré porque usted me cayó bien, —susurró al tiempo que miraba hacia los dos lados, buscando ojos curiosos. —Eligió el peor momento para la entrevista. Hace dos años Gabrielita, la esposa del señor Martínez, vino para almorzar con él. Los dos salieron de gancho sin saber la desgracia que les sucedería minutos después: ella cayó en una alcantarilla sin tapa. Estuvo en el hospital dos meses y después murió. A partir de entonces el señor Martínez sufre de… ¿cómo decirlo?… digamos que sufre de alucinaciones. A esta hora cree que su esposa viene a almorzar: se levanta del escritorio, saluda con los brazos abiertos y al rato se va hablando solo.

Julietica iba a continuar con la historia, pero vio al señor Martínez caminando por el laberinto de cubículos. Sacó un puñado de facturas que aplastó con la mano. Gustavo se levantó cuando Martínez estuvo a tres metros del cubículo.

—Buenos días. ¿Gustavo?, —dijo Martínez con voz afanosa.

—Sí señor.

—Sígame, por favor.

Gustavo tuvo que salirse un poco para que Martínez pudiera entrar en el espacio que quedaba entre la silla y el escritorio. Después lo siguió.

—No cierre la puerta, —dijo el Martínez cuando Gustavo apretó el picaporte. Lo dijo con el tono seco y amable de quienes están acostumbrados a mandar.

La oficina era apenas más grande que los cubículos. A la izquierda había dos columnas de carpetas amarradas con cabuyas; al fondo un escritorio sobre el que había un portalápices de madera, un computador y la hoja de vida de Gustavo. No había ventanas ni adornos en las paredes. Parecía un baño transformado en oficina.

Martínez miró a Gustavo como si le incomodara su presencia. Tomó la hoja de vida y la hojeó con desgano. Le hizo varias preguntas, pero no escuchaba la respuesta. Parecía que estaba más preocupado en mirar la puerta que en conocer el perfil del entrevistado.

—¿Separado?, —preguntó Martínez arrugando la frente.

—Sí señor. Desde hace tres años.

Martínez dejó la hoja de vida sobre el escritorio cambiándole la expresión.

—¿Cuáles fueron las causas?

—Disculpe; no le entiendo.

—¿Por qué se separó?

—Nos aburrimos y cada uno tomó su camino.

—¿Ha intentado entablar una nueva relación?

—No señor; quedé cansado del matrimonio.

—¿Cansado? ¿Cuántas veces se ha casado?

—Sólo esa.

—¿Sólo una vez y ya se dio por vencido?

—Sí señor.

—Yo me he casado tres veces. Las dos primeras fueron una mier… Disculpe. Fueron un dolor de cabeza. Pero la tercera fue diferente: me casé con una mujer maravillosa. Usted no imagina lo dulce que es Gabriela, mi esposa. Trabaja a pocas cuadras de acá. Viene al menos dos veces a la semana a almorzar conmigo. Dice que lo hace azarosamente, para sorprenderme. Pero no es así: tiene un sistema del que ella misma no es consciente: viene a almorzar cuando tiene preocupaciones. Esta mañana, sin ir tan lejos, estaba ausente, pensativa. Por eso le pedí que dejara la puerta abierta: quiero verla caminar entre los cubículos para comprobar mi teoría.

Gustavo se sentía cada vez más perturbado. Se acomodaba la corbata, se jalaba el pantalón, carraspeaba sin saber qué decir.

—Esa mujer ha sido una bendición, —continuó Martínez. —Hombre, no sé por qué se lo digo. Quizás lo hago porque usted me parece un hombre confiable. No está bien que se lo diga en esta parte del proceso, pero este trabajo es para usted. No es necesario hacerle más pruebas.

—Gracias señor Martínez.

—No hay nada que agradecer. Hasta lo invitaría a almorzar, pero, como le dije, hoy viene mi esposa. Es más, ¡acá está!, —dijo Martínez levantándose con una sonrisa enorme y los ojos brillantes.

Gustavo lo contempló con terror.

—Entra mi vida, —dijo Martínez sin dejar de mirar hacia la puerta. A Gustavo le pareció escuchar los pasos de una mujer. Pensó que era su imaginación quien le hacía escuchar los pasos. Giró la cabeza y vio a su lado a una mujer de veinticinco años, con una blusa roja y una falda que le llegaba a la mitad de los muslos. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones. La puerta, la silla y los cubículos fueron —a duras penas— tres borrones en su carrera hacia la calle.

—¿Qué le habrá pasado a ese pobre hombre?, —preguntó Gabriela con los labios temblorosos.

—Debió ser la blusa roja. Antes de que llegara el señor Martínez, el muchacho me contó que su papá era torero y que murió en la feria de Manizales, durante una corrida. A partir de ese momento el color rojo lo hace gritar y correr, —dijo Julietica mientras continuaba aplastando facturas.

Ni Gabriela ni Martínez le hicieron caso; finalmente estaban acostumbrados a sus extravagantes historias.

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Este relato hace parte del especial de Navidad hecho por los blogueros de El Espectador.

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