Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

El camino del hombre es recto

Samuel-L-Jackson1

Jules está sentado con los codos apoyados sobre el mesón de la cocina. A su lado reposa un celular y una caja de madera ennegrecida por la tierra. Detrás de su silla hay una fila de pisadas de fango.

Vibra el celular. Jules escucha una voz que se cuela por la grieta de su oreja.

—Voy para allá —dice al final.

Lanza el celular que rueda por el mesón. Extrae de la caja un revólver Smith & Wesson 629 y veinte cartuchos. Introduce seis en la recámara del revólver que mete en la pretina del pantalón. Los otros cartuchos los guarda en el bolsillo de la chaqueta.

Entra al cuarto, abre los cajones del closet de los que saca ropa con violencia y la introduce en una maleta. Se detiene en la ventana para observar las montañas que se esconde detrás de una estela de humo y polvo. Gira la cabeza para verse en el espejo. Se contempla detenidamente: una cabeza negra y lustrosa, sin un solo cabello, corbata a rayas que le llega hasta el cinturón, chaqueta y pantalón de paño.

Sale de la casa.

Conduce a toda velocidad por calles solitarias. Encuentra todos los semáforos en verde, como si fuera una señal de que debe avanzar a toda velocidad. Minutos después ve la luz amarilla que cambia a rojo en un segundo. Frena en seco haciendo chillar las llantas que levantan una polvareda que rodea el vehículo y continúa hacia el cruce.

Contempla las calles, las personas caminando de un lado para otro, los mendigos arrastrando carros de mercado . Años atrás esta fue su área de trabajo. En ella hizo respetar a Marcellus Wallace a fuerza de asesinar y torturar. Gracias a su trabajo, Marcellus se transformó en el amo y señor de este rincón de Los Ángeles.

—Él no habría sido nadie sin la ayuda del gran Jules —dice en voz alta, como si se lo recriminara al mismísimo Marcellus.

Todo habría seguido por el mismo camino de no ser por aquella mañana en la que le presencia de Dios hizo que abandonara el camino del asesinato.

Fue con Vincent para ajusticiar a un grupo de muchachos que robaron a Marcellus. Cuando todo parecía controlado, del baño salió un joven con un Magnum punto 500. Disparó seis veces. ¡Seis veces! Ni un raspón. Jules entendió que Dios deseaba que abandonara el camino de muerte y destrucción.

Y así lo hizo.

Esa misma tarde un hombre le apuntó con un arma durante un asalto. Bien habría podido asesinarlo, como acostumbraba hacerlo. Pero no lo hizo. De hecho, le dio dos mil dólares y dejó que se fuera con su novia para que meditaran sobre sus actos. Horas después le dijo a Marcellus que renunciaba. Él no dijo nada. No podía hacerlo: eran hermanos de la calle y de la muerte. Simplemente lo abrazó dándole golpes en la espalda, con esas despedidas sonoras que reemplazan las lágrimas y las explicaciones.

A partir de ese momento todo se fue a la mierda. A Vincent lo asesinó Butch Coolidge, un boxeador perdido en el alcohol. Marcellus se separó de su esposa y permitió que las calles se llenaran de pequeños traficantes hasta que perdió su negocio. Una tarde desapareció. Algunos dicen que se suicidó. Otros afirman que lo han visto trabajar de mesero en un restaurante en Detroit.

Pero esas son historias que quiere olvidar. Su vida tomó otro rumbo. Ahora es el pastor Winnfield, con una vida próspera al lado de Dayanne, una mujer de sonrisa fácil, quince años menor y con curvas que lanzaría a cualquier hombre por las cunetas del pecado.

El semáforo cambia a verde. Acelera. Las ruedas lanzan un chillido agudo.

Minutos después llega a un bloque de cinco pisos. Se abotona la chaqueta después de bajarse del carro. Mira de reojo a un hombre que está sentado frente a la registradora de un bar, quien mueve sutilmente la cabeza. Jules levanta la mirada para enfocar el tercer piso. Cruza la calle llevando el maletín en la mano izquierda. Sube las escaleras de madera. Los pasos son amortiguados por un tapete rojo. Llega al tercer piso, camina al fondo. Se detiene frente a la puerta del apartamento. No sabe qué hacer. Descarga suavemente el maletín en el piso. Toma aire. Se desabotona la chaqueta. Levanta la mano. La deja caer suavemente. La vuelve a levantar. Golpea con firmeza.

Silencio.

Golpea de nuevo.

Se escucha un rumor de voces que callan al final.

Vuelve a golpear.

—¿Quién es? —grita un hombre desde adentro.

—Vengo de la lavandería —dice Jules.

—No llamé a ninguna lavandería.

—Tengo su dirección y su nombre… ¿Usted es Fredd Griffin?

—Sí, pero no pedí nada.

Silencio.

—Por favor, salga un segundo y arreglamos el problema —dice Jules.

—¡Váyase!

Jules patea la puerta que se abre violentamente. Toma la maleta y entra dando zancadas largas. En la cama está Dayanne al lado de un rubio de treinta años.

—¿Con un blanco? ¿En serio? —grita Jules mirando a su esposa—. Por el amor de Dios. ¿En qué estabas pensando?

Fredd intenta salir de la cama, pero Jules le apunta con el revólver.

—¡Jesús! —grita Dayanne.

Jules lanza la maleta sobre la cama al tiempo que dice:

—Dayanne, espero que tengas la decencia de desaparecer de la ciudad.

Ella intenta hablar, pero las palabras se atascan en su garganta. Llora.

—En cuanto a ti, blanquito de mierda… —dice moviendo el martillo del revólver.

—¡Jules! —grita Dayanne.

—Fredd, ¿cierto? —dice Jules como si no hubiera escuchado el grito de su esposa.

—Sí.

—¿Has leído la palabra de nuestro señor?

—No.

—Fíjate Dayanne con quién te acuestas: con un hombre que no cree en la palabra de nuestro señor.

Silencio.

—En ese caso no has leído a Ezequiel 25, 17 —continúa Jules.

—No.

—Dice el profeta: “el camino del hombre es recto y está por todos lados rodeado por las injusticias de los egoístas y la tiranía de los hombres malos. Bendito sea aquel pastor que, en nombre de la caridad y de la buena voluntad, saque a los débiles del Valle de la Oscuridad porque es el auténtico guardián de su hermano y el descubridor de los niños perdidos. Y les aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos, y tú sabrás que mi nombre es Yahvé cuando caiga mi venganza sobre ti”

Le tiembla la mano a Jules. Carraspea. Baja el arma.

—Al comienzo no pensaba en lo que decía. Simplemente me parecía interesante decirle estas palabras a alguien que estaba a punto de morir… de morir porque yo lo asesinaría. Después, con los años, creía que distribuía la justicia de nuestro señor. Ya sabes: limpiar el planeta de prostitutas, ladrones o drogadictos. Porque ellos destruían a mis hermanos.. mis hermanos de raza, como Marcellus; o mis hermanos de trabajo, como Vincent. Que son los únicos hermanos que conocí en la vida… No sé si sepas que soy huérfano. Crecí en un orfanato; a los diez años me escapé para vivir en las calles. Allí conocí a Marcellus —habla moviendo la mano derecha sin soltar el revólver, con la izquierda en la pretina del pantalón y la chaqueta echada para atrás.

Jules guarda silencio como si se acordara de algo. Después continúa:

—El caso, Fredd, es que una mañana igual a esta, el señor me demostró que estaba equivocado. Por esa razón me hice pastor. Pero ahora descubro que en ese momento también me equivoqué. Verte desnudo al lado de mi esposa hizo que algo en mi cabeza se iluminara —Se golpea la sien con el cañón del revólver; —o quizás fue el corazón el que se iluminó— se da un golpe suave en el pecho con el arma.

—Jules, por favor —susurra Dayanne.

—Hoy descubrí que mis hermanos no son los negros, Marcellus o Vincent. Mis hermanos son la humanidad sin importar si hay drogadictos, ladrones o blanquitos como tú. Todos son mis hermanos… hermanos a los que les hice daño… hermanos a quienes asesiné como si fueran cerdos. Por esa razón, como bien dijo el señor, caerá la venganza sobre mí —dice con el cañón del arma en la sien.

Dispara.

Una estela de sangre sale de su cabeza y golpea contra la ventana. Después se desploma como una marioneta a la que le cortan los hilos.

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