Tareas no hechas

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El policía amigo II

 

Kike tampoco tenía mucha plata la noche de su encuentro con el policía amigo. Había pasado la tarde en la casa de Guineo, hablando de unas historias que querían escribir para hacer unas películas que nunca harían. Cuando empezó oscurecer se hurgaron los bolsillos y juntaron monedas. Daba para comprar un par de huevos en la tienda de la esquina y un bareto en el barrio La Sebastiana. Era un ritual de vieja data, aunque cada acto lo ejercieron como si estuvieran inaugurando la situación: contar la plata, concluir para qué les alcanzaba, ir por los baretos, regresar fumando, comprar los huevos en la esquina, acabarse de trabar en la casa y preparar una ollada de huevo perdido para responder con digna abundancia a las exigencias de la cometrapo, celebrando con risas y vítores cada que a alguno de los dos le salía un mínimo fragmento de huevo en medio de su respectiva montaña de arroz.

Kike esperó en la esquina de la canalización mientras Guineo se adentró una cuadra hasta la plaza, donde el muchacho de la bicicleta, como siempre, recibió la plata, sacó los armaditos de una bolsita de plástico y los pasó sin determinar al cliente. Kike volvió sonriente mostrando el chupacaras como si fuera un hallazgo, igual que todas las veces. Era un bareto flaco y alargado, de la mitad del espesor del dedo chiquito, que había que aspirar a fondo hundiendo los cachetes hasta que casi se tocaran por la parte interior.

Cruzaron la calle de vuelta y en el puentecito de madera de la canalización prendieron el chupacaras con esa alegría de epifanía que otorga el primer plom de un bareto largamente añorado. Siguieron caminando y se metieron por una calle oscura, aledaña a la sede de la escuela de artes y oficios del pueblo, mientras hablaban del guión que iban a escribir sobre un hombre muy alto y muy flaco que tenía la eterna sensación de vivir cayendo. Iban tranquilos, ocurrencia va y ocurrencia viene, tan entretenidos y colinos que solo sintieron la moto de los policías cuando ya la tenían encima y apenas tuvieron tiempo  para reaccionar una vez el tombo parrillero se tiró como si fuera a atrapar a una banda de asaltantes de bancos y los empujó sin permitir que kike soltara el cigarrillo.

– ¡Contra la pared, malparidos viciosos!

Kike apoyó las manos contra el muro, el chupacaras humeante sostenido entre los dedos. Guineo, alelado, no parecía recostado contra la tapia sino sosteniéndola para que no se fuera a caer. El tombo se lanzó directo hacia Kike.

– A ver hijueputa, qué es lo que tenés en la mano- le dijo separándole los pies con una patada, y le quitó el bareto de entre los dedos.

Kike miró de reojo y vio al tombo observando la punta del chupacaras.

– ¿Qué es esto? – y el policía dio un pitazo largo, hondo. Luego soltó el humo despacio- Ahhh, esto parece marihuana.

Se quedó mirando analíticamente el cigarrillo, hizo un gesto de duda y se lo volvió a meter a la boca. Dio otra calada profunda, juntando las paredes interiores de los cachetes. Sostuvo el aire en los pulmones un momento, lo arrojó en un grueso chorro y sentenció.

– Uff, esto sí es pura marihuana.

Kike y Guineo medio voltearon las cabezas, atónitos, para ver al policía que con gesto de investigador le daba vueltas al bareto reparándolo con exagerada minucia. Olió el humo y volvió a aspirar.

– Sí, no hay duda… Esto es marihuan pura- Y se acercó, enojado, a los dos muchachos- ¡Viciosos hijueputas! – pateó el zapato derecho de Guineo, una patada suave, casi simbólica.

Se dio un plom más y tiró el bareto con furia. Empezó a montarse en la moto.

– ¡Se abren hijueputas viciosos degenerados! ¡Y no los quiero volver a ver por aquí! Agradezcan que estoy de bueno genio.

La moto arrancó a toda velocidad. Kike y Guineo giraron lentamente y se quedaron viéndola perderse al fondo de la calle. Entonces se pusieron a buscar en el suelo hasta que vieron la cabecita roja todavía titilante como un minúsculo, generoso y esperanzador cocuyo en medio de la oscuridad de la cuadra y del mundo, encunetada en el vértice que hacían la calle y el borde de la acera. Guineo recogió la pata y aspiró cerrando los ojos. Se la pasó a Kike, que la mató, y siguieron caminando un rato sin hablar hasta que soltaron una carcajada al unísono y siguieron muertos de risa en dirección a la casa.

– ¿Y cómo era el tombo? – le pregunté a Kike cuando me contó la historia.

– No me acuerdo bien, pero recuerdo que era alto, moreno y trompón.

Entonces se me metió en la cabeza que debería ser el mismo. Ahí fue cuando empecé la larga búsqueda que me llevó a conocerlo y a saber de su vida y de sus andanzas. Ahí fue cuando empecé a sospechar que había encontrado a un hermano opuesto.

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