Tareas no hechas

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El partido verde: ¿CÓMO ENMENDAR EL DAÑO QUE NOS HA HECHO TANTA BONDAD?

Yo no me explico cómo es que hay gente tan buena que hace tanto daño. Son personas sinceramente amables, cordiales, bonachonas, queridas y que, obnubilados por el convencimiento de su propia bondad, promueven ideas que derivan en corrupción, inequidad y muerte. Son los ciudadanos ejemplares de una sociedad que es un mal ejemplo para los niños. No son monstruos, ni son “otros”, ni son distintos. Son nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros vecinos, nuestros amigos; somos nosotros mismos, sobretodo.

La otra vez me encontré en Medellín con una persona buena a la que aprecio y admiro, un hombre respetable en el sentido verdadero de la palabra, un veterano del periodismo, un intelectual honesto que como profesor me habló de la ética y la objetividad y la libertad de expresión y que además ejercía un cargo importante en un diario conservador local.  Me saludó con esa afabilidad honesta y profunda que siempre ha tenido y que despierta unas inminentes ganas de abrazarlo y quererlo para siempre. Pero en esa ocasión no pude ejercer mi cariño completamente porque la conciencia de ciertas cosas enrarecía mi afecto.  Mientras sentía su calor, se me pasaba por la cabeza y no podía creer que esa misma persona grande y admirable, compartiera el espíritu de un periódico que se convirtió en instrumento de guerra contra una alcaldía democrática que quería hacer ciudadanía desligada de la moral católica;  un periódico que le sacó el cuerpo a asuntos tan graves como el manejo corrupto de subsidios estatales, por defender a ultranza un Gobierno que favorece a sus propietarios ; un periódico que no asumió posiciones fuertes frente a hechos graves de irrespeto a la vida como los falsos positivos;  que excluyó de sus páginas a los periodistas más lúcidos porque pensaban distinto; que estigmatizó una fiesta internacional del Libro y la Cultura simplemente porque se le quería hacer un homenaje a Cuba; un medio de comunicación que ejerce la virulencia y la saña para atacar todo lo que pretende desvirtuar la hegemonía de una mentalidad católica en un mundo político que pugna por ser cada vez racional y laico.

Todo eso lo recordé frente al rostro sincero y bueno de mi profesor. Con el enredo de sentimientos y los pensamientos, sólo alcancé a decirle algunas palabras formales y me despedí. Si se hubiera tratado de un hombre perverso podría haberme enojado, haberlo confrontado en público, hasta haberlo insultado. Pero sentí a un hombre recto que ejercía una idea que él consideraba recta. Tal vez un ser bondadoso que aceptó ciertas prácticas como única salida para enfrentar a unos enemigos que consideraba malvados depredadores del mundo justo que él estaba encargado de proteger.

Luego, tratando de entender un poco me acordé de una película (cuando uno no tiene cosas claras a veces el arte muestra la claridad de los sentimientos confusos): “Sed de Mal”, en la que Orson Wells interpreta a un viejo policía que busca desintegrar a una banda de criminales, para lo cual (conocedor de la lentitud e ineptitud de la policía oficial) echa mano de prácticas  antiéticas y métodos ilegales que le abren un camino expedito a su justicia personal.  Una situación típica del cine negro. Y de nosotros.

Como en el cine negro, hay un enemigo malvado al que se debe suprimir a como dé lugar.  Parte del encanto que tiene la novela negra radica en que nos muestra héroes no muy distintos a nosotros mismos (un poco envilecidos para no ser aplastados por un mundo vil), que acaban con el mal principal satisfaciendo nuestros deseos de venganza y confundiendo en un solo sentimiento la revancha y la justicia. Al final caen los criminales: son atrapados o asesinados y el detective sigue su vida. Hay soluciones externas, pero en el interior de los personajes (los criminales y el héroe) nada ha cambiado, nada se modifica y eso es lo que permite que siempre podamos esperar un próximo capítulo en el que el detective se enfrentará con otros malhechores, dentro de un inmodificable contexto de corrupción moral y prácticas retorcidas.  Si en esas historias se suprimiera la corrupción en sus bases, no habría más capítulos, moriría la novela negra, cosa que no queremos quienes somos seguidores de las emociones fuertes.

Si el personaje se modificara por dentro no habría redentores individuales y arbitrarios  y tocaría crear otro género narrativo en el que, por ejemplo, un pueblo entero se preocupara por acabar con la corrupción dentro de la policía para hacerla más eficaz y se dedicara a perseguir a los malhechores, orientándose por un criterio de justicia general y no por una rabia visceral.  Algo poco emocionante a primera vista y mucho más complejo que matar o encarcelar a los ladrones de turno. Además no sería labor del heroísmo sino de la sabiduría. Menos emocionante todavía. De hecho la novela negra no soluciona las cosas creando mundos mejores, sino que se conforma con recuperar las condiciones enrarecidas pero estables que existían antes del crimen. Se concibe la degradación humana como el piso inmodificable desde el cual debemos partir siempre.

Es una manera de ver la vida, un sistema de pensamiento dentro del que se mueven los personajes y los espectadores sin darse mucha cuenta de ello. Pienso en mi profesor. Y pienso en un tendero de la esquina de mi casa que habla con pasión y rabia de que hay que acabar con todo lo que sea desorden a como dé lugar. Y pienso en algunos conocidos y amigos y cercanos que directa o veladamente defienden con fervor o hacen guiños de condescendencia al paramilitarismo,  porque debido a él en su municipio hay más seguridad y todo parece funcionar ordenadamente. Pienso en mí mismo cuando en el cansancio de hacer una fila aprovecho la oportunidad para pasar los papeles por debajo y salir más rápido. Y pienso en la mayoría de gente de mi barrio que no tendría problema en votar por cualquiera con tal de que les dé la esperanza de conseguir un trabajo. Todo tan natural, tan como si así debiera de ser. Y no estoy hablando de hipócritas, ni de criminales. Estoy hablando de personas bien intencionadas que sólo están buscando su  bienestar.  Una manera de pensar general arraigada en lo más profundo de nuestro modo de ser, hasta el punto de no darnos cuenta y de no darle nombre. Una enfermedad de la mente,  que se ha establecido como lo normal, al igual que los personajes de la novela negra.

Escribo esto y soy parte del entramado, también estoy enfermo del modo de pensar, como muchos de los opositores a los que mi profesor ha satanizado y que son versiones opuestas de él mismo, sólo que con la rabia acomodada en el lado contrario. Yo también soy ese profesor bien intencionado y dañino. Y todo el que se sienta bueno en un país donde persiste la perversidad,  la muerte, la pobreza, la corrupción, la inequidad, el hambre y la indignidad, debería empezar a sospechar de sí mismo. Si los personajes no se modifican por dentro podemos seguir esperando eternamente el próximo capítulo donde el héroe envilecido mate a otro criminal.

Mientras se siga reduciendo todo a la comodidad de buenos y malos o rojos y azules, seguiremos enfermos. Por eso me alentó bastante el surgimiento de otro color y de una idea que no habla de dicotomías: El partido verde. Me parece el camino político de los que buscan que los personajes de la trama tomen conciencia de si mismos y participen en el argumento. Hablan con fuerza de la educación, de la conciencia ciudadana  a través de la educación, única manera cambiar el género narrativo de esta novela negra en que nos dejamos meter. Prefiero el verde. Mokus y Fajardo no se presentan como malos ni buenos. Son dos hombres que sólo tratan de ser sensatos.  Y eso ya es volver a la realidad. Y volver a la realidad es el primer paso para empezar a enmendar todo el daño que nos ha hecho tanta bondad.

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