Tareas no hechas

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La reina de la espera

Foto: Darío González Foto: Darío González

“A la Gorda de Botero nunca le ha llegado la persona con la que se tenía que encontrar y sigue ahí, tranquila, sin mirar la hora, impasible en medio del ajetreo de la Calle Colombia y del agite de la zona más agitada de la ciudad; doscientos cincuenta kilos de paciencia neta”, me dije esa tarde, ahí, recostado en el muslo derecho de la Gorda, mientras Doris no llegaba. “¿Entonces qué hago yo preocupándome por quince minutos de retraso?”, seguí pensando, y la reflexión sirvió para distensionarme un poco pero no para hacer que Doris apareciera. Porque nunca llegó.

Cuando me cansé de esperar y me di cuenta de que no tenía nada para hacer porque había apostado todo mi futuro inmediato a ese encuentro frustrado, crucé la calle Colombia y seguí por el parque de Berrío, a la deriva. Me metí entre la gente de un corrillo que se había formado frente a las escaleras de la estación del metro. Un mentalista estaba demostrando sus poderes telepáticos y en el preciso momento en que llegué dijo que necesitaba un voluntario para hacer una prueba. No recuerdo si me señaló o yo mismo, en medio del desparche, me ofrecí, pero el caso es que a los diez segundos estaba en todo el centro del gentío, con los ojos vendados y sacando cartas de un mazo que el mentalista ponía en mis manos. (Aprovecho aquí para aclarar a la opinión pública y a las personas de mi barrio que lean este artículo, que nunca he trabajado para ningún mago, como lo difundieron algunos malintencionados vecinos que casual e infortunadamente pasaron por el lugar en el momento en que yo brindaba mi valiosa colaboración al artista). Una vez hecho mi aporte a la demostración de los poderes del hombre me fue retirada la venda y el público aplaudió. Aunque sabía que el aplauso iba dirigido al mentalista sentí que parte de ese reconocimiento me correspondía y me puse muy feliz porque nunca nadie en mi vida hasta ese momento me había aplaudido. Cuando se deshizo el corrillo me quedé parado en mitad del parque de Berrío. Me sentía raro, liviano. Los vestigios de cualquier amargura o tristeza habían desparecido bajo el influjo prodigioso del aplauso inesperado. Me sentí casi feliz y en ese instante me reconcilié con Doris, con la ciudad y con el mundo.

Caminé hasta la iglesia de La Candelaria, me acerqué a un vendedor de tintos y le pedí una aromática. Estaba revolviendo el azúcar cuando cruzó Ella con pasos apresurados. “Tiene las treinta y seis señales de la belleza absoluta”, me dije. Aunque nadie se dio cuenta yo vi cómo el aire chisporroteaba con el aleteo de su pelo negro y la densidad del ambiente se difuminaba ante su presencia que parecía avanzar abriendo puertas. La seguí con el mismo impulso ciego que me hizo acercarme al corrillo. Llegó a la esquina de Colombia con Palacé y cruzó en dirección al Banco de la República. Subió las escaleras, dio una mirada general a la gente que había en el lugar, ojeó su reloj y fue a pararse al lado de la Gorda. Las dos mujeres más notables de la cuidad en ese momento se veían hermosas, una al lado de la otra. Contemplé a la Gorda con devoción: soberana del centro, madre descabezada de los vendedores de tinto, hada manca de los mangueros, matrona de los jubilados, protectora de los loteros, faro de los transeúntes apresurados, madrina de los bonaiceros, y silenciosa reina de los ciudadanos distraídos. Pero sobre todo: diosa medellinense de los esperadores.

Y ahí estaban, diseminados alrededor del inmenso torso desnudo, mis hermanos, los que hasta hace poco me habían acompañado en el minucioso ejercicio de la espera: hombres y mujeres de todas las edades y condiciones: erguidos mirando con ilusión hacia el fondo de la calle o dando pasos cortos y vueltas en círculo o ecuánimes como monjes budistas o ansiosos escrutadores de la hora o evadidos en el sonido de sus audífonos; sentados en la loza de la plataforma, apoyados en las suculentas piernas de la matrona o apertrechados bajo su vientre como si hubieran acabado de ser paridos con ropa y en pleno centro de la ciudad. La cofradía de los que gravitan en ese tiempo sin tiempo que comprime el recuerdo, el ahora y el anhelo; esa síntesis de la eternidad que es el aguardar. Cautivos del “con qué vestido vendrá”, del “qué me irá a decir”, del “por qué se tarda”, del “qué le pasaría”, del “qué cara traerá”, del “ahí viene”, del “ese no es”, del “casi que no”, del “si me voy llega”.

Sentí que por primera vez pertenecía a algo. Crucé la calle, subí las escaleras fingiendo mirar el reloj y volví al sitio donde había esperado a Doris, sintiendo en mi espalda la frescura titilante de las goticas de la fuente del banco. Desde ahí la contemplé de reojo. Ella miraba cada tanto en dirección a la calle Boyacá. Pocos minutos después empezó a zapatear con impaciencia y se me ocurrió que le podría haber pasado lo mismo que a mí. Pensé en esos hijos solitarios de la Gorda que se paran a su lado a fingir una espera, atentos a que a alguien lo dejen esperando para aventurar la posibilidad de un encuentro de consolación. Imaginé que ella miraba su reloj por última vez y que cuando se resignaba al desencuentro yo me acercaba y le hablaba con amable distancia.

—Qué pereza la gente incumplida, ¿no cierto?

Y ella, aunque no tenía ganas de hablar, contestaba para no ser grosera.

—Sí.

—Es un irrespeto —insitía yo—. Que al menos avisaran para uno saber con qué cuenta o hacer otras cosas.

Ella volteaba a mirarme con reserva pero se encontraba con mi rostro desprevenido y, sin saber por qué, se sentía en confianza para compartir una queja.

—Sí, yo no sé para qué uno es cumplido si la gente no cumple —decía con su voz dulce y firme—. A mí todo el mundo me llega tarde o no me llega y yo sigo siendo puntual. Bobo que es uno.

—Si le consuela saber que no es la única —le decía yo con una sonrisa.

Y empezábamos a hablar y nos íbamos a tomar una gaseosa en alguna cafetería. Y cuando ya estábamos conversando todos animados, oí una voz gruesa: “Hola mi amor”. Abrí los ojos y vi a un hombre alto y elegante que le tapaba los ojos por la espalda. Ella giró con la sonrisa plena del amor sincronizado. Se besaron y salieron tomados de la mano buscando Junín. Cualquier vestigio de amargura o tristeza que aún quedara en mí fue borrado por el influjo prodigioso de esa alegría que de tan real era también mía. Los vi alejarse y caminé despacio, liviano, en dirección a Bolívar. Cuando llegué a la esquina sonó el teléfono. Era Doris. Pero no contesté.

(Publicado en la revista PIT: Puntos de Información Turística, Alcaldía de Medellín, diciembre de 2015)

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