Nota

“El rebelde obediente” fue uno de los numerosos seudónimos que utilizó en su extensa y polifacética obra el poeta Leonardo Tangarife Urquijo, y con el que firmó algunos de sus textos de temática anarquista. Es para mí un orgullo, como biógrafo y recopilador de la obra de tan excepcional bardo, presentar al público el presente texto inédito, hallado entre sus papeles personales y que corresponde a una conferencia que Leonardo preparó para el  Octavo Congreso Nacional de Juventudes Católicas, evento al que nuestro escritor fue inicialmente invitado y del que, una vez conocido el contenido de la ponencia por parte del Consejo Académico, fue desinvitado.

Luis Miguel Rivas

 

Humilde invitación a los jóvenes para que maten a su padre

Por: El rebelde obediente

 

Ya en un texto anterior había discurrido acerca de las circunstancias en las cuales maté a mi madre. A raíz de dicho texto muchas personas me han preguntado si (acorde con esa lógica y siguiendo las palabras de Cristo en el evangelio de Tomás: “Quien no odie a su padre y a su madre no podrá ser mi discípulo” y las de Buda: “Hay que matar al padre y a la madre, e incluso al Buda”),  había dado yo el siguiente paso en el proceso de  mi liberación con el consecuente asesinato de mi papá. Tengo que contestar que desafortunadamente no tuve padre, en el sentido familiar de la palabra, y que por tanto no me fue dada esa oportunidad. Pero debido a la presencia de tíos, vecinos mayores, profesores y jefes (todos antioqueños), no estuve desprovisto de tal figura, y la falta de padre no fue obstáculo para surgiera en mí la necesidad de matarlo, y estimular hoy a los jóvenes para que hagan lo mismo con el que les correspondió.

Debo aclarar que mi madre, luego de su muerte, quedó muy agradecida, porque liberándome de ella la liberé de mí y de sí misma. Solo cuando logré matar a esa madre paisa que se había implantado en mi mente a manera de culpa, manipulación, dependencia, sumisión celebrada (¡que muchacho tan juicioso, tan calladito, tan obediente!) y fe ciega en un Dios represivo, todo eso amalgamado en una sustancia de comodidad y amor, pude ser yo mismo y encontrarme con la otra, con la verdadera madre, con la persona que había debajo de todo ese sedimento cenagoso: Luz Marina Urquijo, un ser sensible, complejo, lleno de sueños y anhelos secretos, una mujer que nunca pudo realizar sus potencialidades por dedicarse a vivir en función de la prole y que,  en el fondo y sin saberlo, anhelaba una rebelión de su hijo que a su vez le permitiera liberarse de sí misma.  Como recordaran quienes leyeron el texto al que hago referencia, la maté casi sin darme cuenta, inconscientemente, sin permitirme aceptarlo, porque no hubiera sido capaz de cometer semejante sacrilegio dando la cara. Lo hice solapadamente, como me había acostumbrado a hacer casi todas las cosas importantes y auténticas en mi vida. Pero lo hice.

Por tal razón y debido a los excelentes resultados que para su vida y para la mía ha traído su muerte, recomiendo hacer lo mismo con el padre. Me refiero al padre paisa, ese tirano doméstico y bien intencionado, que se somete a brutales sacrificios para traer a nuestro hogar la comida y el sustento, adobados con el acre sabor del  sacrificio y la brutalidad con los que fueron conseguidos; ese déspota que considera al cariño una mariconería, al sentido crítico un irrespeto, al ocio una sinvergüencería,  a la obediencia un valor, a la imposición una virtud, a la marrullería inteligencia, a los pobres unos vagos, a los ricos unos prohombres, a la autodeterminación una altanería,  a la duda una debilidad y al acto de expresarse una habladera de mierda.  Ese padre: tendero, taxista, vendedor, supervisor, obrero, oficinista, comerciante; sumiso con los poderosos y arrogante con los débiles, que cumple con su mandato de formar hijos igualmente sumisos y arrogantes, verracos, echados pa’delate; ese bienintencionado motor de una sociedad que es un mal ejemplo para los niños; ese tirano, implantado en nuestro espíritu como un brete hecho de dinero y verraquera, que ejerce su poder desde una oficina, una fábrica o una tienda con la misma tosquedad con que su ancestro arriero empujaba mulas por caminos agrestes. A ese padre es al que muy humildemente vengo a invitarles que matemos.

Pero un momento: ¡guardad el puñal y enfundad de nuevo la pistola! Ese es un camino vulgar, fácil y, sobre todo, poco práctico. Conozco gente que ha optado por la vía de la supresión física sin que el padre deje de tiranizar desde el centro mismo de la personalidad del asesino. Además, un método tan vil lo puede ejecutar cualquiera. De hecho, nuestro gran patrón (del latín patro,  patronis, un derivado tardío de pater, padre), el vil y  celebrado Pablo Escobar, después de usar hasta el cansancio la supresión física como instrumento para solucionar problemas, no solucionó nada sino que nos dejó a quienes le sobrevivimos un berenjenal de sufrimientos y maldad que aún no superamos. Ese Pater asesino, que a su vez fue asesinado, es la prueba de que la muerte física es una solución ilusoria, porque veinte años después de su deceso lo podemos ver todavía vivo y coleando en los gestos y actitudes de miles de nuestros vecinos y compatriotas, que reproducen su visión del mundo con orgullo y suficiencia, y que incluso llevan las riendas de la sociedad.

El asesinato que vengo a proponerles es mucho más eficaz, y por tanto más dificultoso. Implica matarnos un poco a nosotros mismos, dado que el tirano que habita en nuestro interior es quien permite que el que vive en el mundo externo ejerza su poder. “A uno nunca lo humillan, uno se humilla”, le oí decir a un viejo campesino; en efecto: cuando alguien acepta un juicio o una orden que lo degrada como persona es porque algo en él se identifica con esa escala de valores (en la cual ocupa un escalón bajo) que le impone el déspota. Y ese tirano que acepta en su adentro seguirá ejerciendo su poder incluso cuando el de carne y hueso haya desaparecido. Aunque superemos la debilidad o adquiramos poder (sobre todo cuando adquiramos poder), el déspota seguirá dirigiéndonos, a tal punto que lo repetiremos, ejerciendo sobre quienes nos rodean el mismo despotismo que permitimos ejercer sobre nosotros. Nadie más humillador que un humillado. O, como decía el escritor Ernesto Sábato, nadie desprecia tanto a un pobre diablo sin uniforme como un pobre diablo con uniforme.

Para ejecutar nuestro operativo debemos tener claro que las órdenes del tirano no provienen de un mandato divino sino de un punto de vista que se hace pasar por verdad absoluta en virtud de la fuerza y las circunstancias.  Comprendido esto debemos decidir si aceptamos esa verdad que se nos ordena o la rechazamos para buscar la propia. Si la aceptamos, no queda más que asumir la tiranía sin quejarnos y disfrutar de sus pírricos placeres ejerciéndola con los débiles que tengamos a nuestro alrededor, como se acostumbra en los ejércitos y las empresas. Pero si no estamos de acuerdo con esa escala de valores y queremos afirmar una diferente, fundada en otros criterios, no queda otro camino que ejecutar al tirano. Eso requiere una disposición de energía extra y un valor moral al que no estamos acostumbrados si hemos vivido toda la vida en la servidumbre. Tenemos, entonces,  que desarticular, desarticulándonos, los mecanismos de miedo, placer y comodidad con los que ese padre-dictador está instaurado en nosotros.

El miedo al castigo por la desobediencia (a manera de maltrato físico, anulación moral o señalamiento social) se puede enfrentar si comprendemos que es mucho mejor padecer un dolor liberador que soportar eternamente la talladura de las cadenas. Nos ayudará mucho, para el incumplimiento del mandato y el eficaz asesinato del padre, despojarnos del sentimiento de culpa, que convierte en insoportable sufrimiento lo que objetivamente es el dolor normal de cualquier ruptura, de todo nacimiento, de toda decisión.

A la costumbre del sometimiento se refería, en el siglo XVI, el antigüo joven Étienne de La Boétie, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria: “Se dice que ciertos hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya vivieron así. Pues bien, éstos piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar y, con el tiempo, crean ellos mismos las bases de quienes los tiranizan”.  Para derrumbar esta tradición es preciso crear nuestra propia historia, contar con una visión del mundo con la cual reemplazarla, no importa que no se tenga muy clara; lo fundamental es que sea propia, ya que este es el verdadero sentido del asesinato que vamos a ejecutar, y el piso que nos permitirá enfrentar con firmeza los coletazos de opresión del tirano en su desespero ante una rebeldía que amenaza con suprimir su poder y su razón de ser.

Pero ni  la tradición ni el miedo al tirano serían suficientes para que la gente acepte la indignidad del sometimiento, si la servidumbre no tuviera su componente de placer y no estuviera adobada por profundo afectos distorsionados. Si, por ejemplo, no participáramos en los sutiles y eficaces juegos de la manipulación sicológica y la ambigüedad afectiva (casos tipo: jefe déspota y arbitrario que humilla los subordinados y luego los sorprende con inusitados gestos de generosidad y humanidad, manteniéndolos enredados en una confusa red de vejación y cariño). Para renunciar a esos juegos es preciso recuperar la propia dignidad (del latin dignitas: valioso, con honor, merecedor); reconocer el inerradicable valor que poseemos por el mero hecho de ser humanos; cultivar un sano y sólido amor propio que no nos permita canjear nuestra dignidad por migajas de afecto o aprobación.

Se trata en últimas de renunciar a la seguridad que nos da el estar atados. No necesitar al tirano: “Si un país no consintiera dejarse caer en la servidumbre, el tirano se desmoronaría por sí solo, sin que haya que luchar contra él, ni defenderse de él. La cuestión no reside en quitarle nada, sino tan sólo en no darle nada”, dice Étienne de la Boétie.

Dirán que todo esto suena muy fácil y hermoso pero que “una cosa es llamar al diablo y otra es verlo llegar”. Tienen razón, este asesinato requiere de una alta dosis de audacia y valor moral, razón por la cual la mayoría de la gente prefiere seguir soportando la nimia comodidad del sometimiento a la incómoda expansión de la libertad. Implica una desgarradura. La exigencia de disponer de nuestra propia fuerza interior para enfrentar el mundo sin muletas ni opresivas caparazones ajenas. La terrorífica incertidumbre que nos genera el espacio infinito. (Sabemos que los santos y los iluminados pasan por una etapa de dolor inconmensurable antes del momento de la liberación total, un período tan desgarrador que hace creer que se está siendo castigado o se ha equivocado el camino). Pero ¡quien dijo que uno mataba al padre y pasaba impune! Hay que pagar un precio. Qué le vamos a hacer, si la libertad es inversamente proporcional a la comodidad.

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