Tareas no hechas

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Empanadas que es lo que más se vende

(Para Jairo Valencia, que les hizo la advertencia a Darío y a Selene)

A mí también me advirtió un amigo de Medellín: “Vos que sos tan montañero, ahora que vas para Argentina, cuando querás comerte una empanada argentina no vas a ir a un negocio a decir: ‘me hace el favor y me da una empanada argentina'». Me sentí un poco ofendido, pasamos a lo que yo consideré otro chiste y luego lo olvidé. Pero ¡qué contenido de sabiduría y premonición tenían las palabras de mi amigo!

Días más tarde me vi en un café de Buenos Aires, en la Avenida de Mayo, ante un mesero de corbatín y camisa blanca, pidiéndole una gaseosa y “por favor dos empanadas argentinas”. El hombre (unos cincuenta años, pelo canoso y engominado, con aire suficiente y facciones pulidas, que tranquilamente podríamos ver en una telenovela mexicana haciendo el papel de suegro potentado) me miró como tratando de entender uno de esos chistes que requieren un contexto previo que uno no conoce. El comienzo de su sonrisa diplomática se deshizo cuando vio mi rostro serio, decidido, carente de cualquier intensión humorística. Anotó en su libretica, dio la vuelta, me miró otra vez y se fue por el pedido, moviendo la cabeza a los lados. Después de ese momento me perdió el respeto. Y me trató con esa prepotencia porteña, que se manifiesta dando a entender que no entienden lo que uno dice, no a través de la pregunta ”¿Cómo?”, sino con una agria contracción del rostro rematada con un sonido nasal (casi simiesco) en el que uno alcanza a distinguir la sílaba: “¿Ah?”.

Cuando trajo las empanadas yo estaba tan ofendido que ya no quería. Pensé en dejárselas ahí sin tocarlas, e irme dignamente con la frente en alto. Pero luego caí en cuenta de que tenía que pagarlas de todas maneras y que en las circunstancias reales de mi viaje no podía confundir la dignidad con el orgullo torpe. Entonces, expresándole al mesero mi desprecio a través de la indiferencia, me concentré en el par de empanadas. Me puse a contemplarlas. Miré su piel brillante, lisa y acaramelada, la perfección del semicírculo rematado en los bordes por crestas ribeteadas. Y luego tomé una y la partí con las dos manos para detallar su interior: la carne combinada en adecuada proporción con las verduras sanas y bien cortadas. Era bonita hasta por dentro. Esas empanadas habían sido hechas con curia, así fueran hechas en serie. Lo vi y lo reconocí, pero a pesar de eso (y sobre todo por eso) me reconcilié conmigo: “Pueden ser muy empanadas argentinas, pero de todas maneras empanadas no son”, me dije.

Y seguí reflexionando mientras la miraba: La empanada verdadera no tiene la piel hecha de trigo sino de maíz, no es brillante y como acabada de salir de una cámara de bronceado, sino amarilla y opaca. Y por dentro no está compuesta por una combinación de sabores y nutrientes, sino por un mazacote de papa revuelta con hogao , cominos y fragmentos desordenados y sospechosos de carne en tira o en grumos. Cuando tiene carne. Esa es la empanada que yo conozco desde que existe la vida humana.

Además, una empanada nunca llega a las manos del comensal, traída por un mesero de corbatín al que además hay que darle propina. No, la empanada primigenia que dispuso Dios en el mundo cuando creó los alimentos, es despachada por señoras de delantal que sacan la fritadora metálica a la puerta de sus casas los domingos por la tarde y que se la entregan a uno con la misma mano con que le entregan la devuelta y reprenden al hijo que hace tareas en la sala.

Las hay grandes y pequeñas, pero todas, sin excepción alguna, destilan grasa. Su espíritu ha sido formado en el fragor salvaje y escandaloso de la manteca y no bajo el calor sistemático y controlado de un fútil horno. Las señoras de delantal (también están las monjas que las hacen para construir una capilla, porque a la pobre Iglesia Católica nunca le alcanza la plata para hacer las construcciones donde después piden plata) hacen una bolita con la masa, le ponen un plástico encima y la aplastan, para dejar un círculo amarillo y plano, sobre la mitad del cual depositan con una cuchara el mazacote o cuerpo interno. Luego doblan el círculo, lo cierran y lo sellan con los dedos dejando esas marcas irregulares, como boleros, que conforman la cresta de la empanada. Y luego ¡suaz!, al crepitar de la manteca, de donde salen tostadas o blandas según el estilo o la capacidad de concentración de la empanadera.

Y de ese proceso simple surge la verdadera empanada. De ahí para adelante todo son variaciones sobre lo básico. Como ocurre con el agua, que el capitalismo salvaje ha convertido en producto (A propósito: ¿Si siguen acabando con los bosques y junglas dónde va a vivir el capitalismo salvaje?) y a la que cada vez le inventan más inútiles derivaciones sofisticadas: el agua con gas, el agua saborizada, el agua mineral, tratando de exprimirle posibilidades mercantiles a lo esencial. De inventarle beneficios a lo que ya ha nacido con el máximo de sus posibilidades.

Llegado a este punto de la reflexión dí un mordisco a la empanada argentina y reconocí que estaba buena. Pero era otra modalidad de la buenura. Estaba tratando de definir el sabor cuando vi al mesero parado en una esquina, espiándome. Hice el gesto de quien se está comiendo una comida a las malas y seguí pensando en la empanada de verdad. Esa cuya esencia tiene tanta fuerza que incluso ha llegado a conciliarse con el comercio masivo sin perder sus principios. La empanada envigadeña, por ejemplo, la del machetico y otras que van apareciendo, siguen siendo empanadas propiamente dichas en su estructura y naturaleza, así estén al servicio del lucro a ultranza y hayan sido adoptadas por modelos de producción cada vez más impersonales.

Pero de todas maneras, una empanada que para ser nombrada necesite un apellido después del nombre básico, ya evidencia su carácter espúreo, su condición de simple derivado. La empanada bailable, la empanada de chorizo, la empanda de pollo. Y qué decir de la empanada argentina.

Satisfecho con la claridad que había encontrado procedí a dar otro mordisco a la que tenía en la mano, cuando noté que el mesero seguía observándome, ahora sin tapujos, incluso descuidando su trabajo, con una mirada atenta, curiosa, de niño inquieto de cincuenta años. Mastiqué despacio mientras lo vi acercarse y me preparé para responder a su prepotencia con mi verdad.

Pero no había reproche ni burla en su actitud. Se veía extraño así humilde. Con la actitud desarmada del verdadero buscador de lo cierto se inclinó hacia mí y me preguntó de manera sincera, como quien quiere resolver una duda en la que se juega su propia identidad.

– Dijculpá pibe, ¿Ej que hay otraj empanadaj que no sean argentinaj?

Me di cuenta que había estado pensando cosas similares a las mías, pero en sentido opuesto. Lo miré como me miro a mi mismo cuando me tengo cariño por alguna ingenuidad sincera. Di otro mordisco a la empanada argentina y la saboreé pensando en ella y no en la mía.

– Sí, en Colombia, también hay… – hice una pausa – … pero son un poco distintas.

Se sorprendió y en su gesto había un pedido urgente de más información. Le conté todo. No lo podía creer. Me escuchó como si estuviera viendo un programa de la National Geografic.

Nos hicimos amigos. Se llamaba Ojcar (en Argentina la gente no se llama Óscar, sino Ojcar, con Jota en vez de “s” y con el acento en la “a”. Aunque de todas maneras se escribe: “Óscar”). Le pagué y me fui por la Avenida de Mayo pensando en su cara de descubrimiento. Lo imaginé llegando a una fritanga del barrio Mesa, en Envigado y preguntándole a la señora del delantal.

– ¿Tenej empanadaj colombianaj?

Y vi el gesto de prepotencia antioqueña del marido de la señora. Esa prepotencia que dictamina que el otro no vale nada desde el principio y que se materializa con una mirada desde arriba y la emisión de un sonido parecido al que se utiliza para ahuyentar a un perro.

– Uhmm. ¡oigan pues a este guevón con las bobadas que sale!

 

(Del libro Tareas no hechas. Fondo editorial EAFIT, 2014)

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