Tareas no hechas

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El nuevo

 

Para Pablo Arango

¿Qué habrá sido de la vida de El nuevo? ¿Qué estará haciendo hoy a esta hora? ¿Se habrá casado? ¿Habrá tenido hijos? ¿Habrá sobrevivido a ese país nuestro? Me pregunto en esta tarde fría, muchos años después de aquella noche cálida en la que lo conocimos. O más bien, en la que él decidió conocernos.

Fue el seis de enero de un año que no recuerdo con precisión pero en el que todos éramos veinteañeros. Paola, Natalia, Lina, Laura, Sergio, Hugo, Daniel y yo, habíamos subido hasta la zona de El Salado para celebrar como casi toda la gente del pueblo el tradicional paseo de olla del día de los Reyes Magos.

Después del 24 y el 31 de diciembre, el seis de enero no tenía especial significado navideño para los adultos del pueblo ni implicaba para los chicos emoción alguna puesto que los regalos ya habían sido entregados por el niño Jesús el día de su nacimiento. Pero en otro sentido era un día trascendental: el 37 de diciembre, la última jornada en que estaba moralmente permitido beber sin horario ni medida; el final oficial de la larga borrachera que arrancaba el primero de diciembre y prolongaba sus estertores hasta la primera semana del año nuevo. Si después de esa fecha alguien se atrevía a embriagarse en un momento distinto a los fines de semana, el dedo acusador de la sociedad en general y de quienes habían pasado borrachos todo el mes de diciembre en particular, apuntaba férreo hacia el infractor acuñando el estigma de la degeneración. Esa última oportunidad de una rasca legítima era aprovechada hasta el tuétano y se celebraba en familia con el proverbial paseo de Reyes en la orilla de la quebrada.

Los recuerdos de mis más bellas borracheras de la infancia están relacionados con esa fecha, siempre rodeado de adultos ebrios y responsables. Y todos esos paseos sucedían en El Salado, una idílica zona rural ubicada al oriente del municipio, habitada durante el año por campesinos amables y laboriosos e invadida los días de Reyes por hordas emparrandadas que se apostaban al borde de la quebrada a beber, comer y bailar desde por la mañana hasta el final de la tarde cuando descendían trastabillantes entre las piedras dejando el paraíso convertido en un chiquero.

Ese día llegamos a la terminal de buses a las diez de la mañana y después de cruzar el alambre de púas que separaba la civilización pavimentada del mundo silvestre subimos en dirección contraria a la corriente de la quebrada, pasando al lado de grupos congregados alrededor de fogones humorosos y grabadoras mamotréticas de donde salían a todo taco canciones de El loco Quintero y vallenatos del Binomio de oro. Luego de un largo rato de caminata descargamos nuestros pertrechos en un pequeño promontorio a cuya vera se estancaba la quebrada contra una pared de palos caídos formando el charco perfecto, y procedimos al orden del día habitual para esas ocasiones: armamos el fogón, tomamos aguardiente, montamos el sancocho, prendimos un bareto, bailamos, nos metimos al charco, tomamos aguardiente, bailamos otro rato, nos comimos el sanchocho, prendimos otro bareto, tomamos más aguardiente, volvimos al charco, bailamos otra vez, tomamos más aguardiente, nos comimos el resto del sancocho y seguimos bailando, bebiendo y recochando hasta la caída del sol.

Al regresar era común encontrarse con otros grupos que iniciaban el descenso, cansados y prendidos, bamboleando ollas vacías recién lavadas con arena; a medida que se avanzaba aparecían más y más combos de emparrandados en retirada y a mitad del camino ya se había formado una peregrinación multitudinaria que dejaba tras de sí un eco escandaloso que se iba fundiendo en el silencio agradecido de la naturaleza sin gente. En algunos puntos del trayecto era preciso cruzar la quebrada de manera individual y se formaban a la orilla embudos en los que se mezclaban los integrantes de distintos paseos y donde era común entablar conversación con desconocidos y reencontrarse con viejos amigos.

En uno de esos embudos lo vi por primera vez. Era un moreno delgado y bajito, de facciones duras y quebradas como la geografía de la zona, el pelo corto partido al lado derecho y una camisa de cuadros metida por dentro del pantalón de prenses. Caminaba con una rama en la mano, al lado de mi amiga Natalia, y no tenía nada de particular excepto su mutismo tranquilo en medio del alboroto de la patota.

Al otro lado de la quebrada el camino se ampliaba en una pradera extensa donde los grupos volvían a congregarse. Cuando pasamos, el morenito siguió junto a nosotros sin mostrar el menor interés por  ir a alcanzar a los suyos. Nadie le prestó atención pero yo no pude dejar de notarlo. Pensé que tal vez su gente le había tomado demasiada ventaja y había decidido bajar acompañado, así fuera por desconocidos, hasta la terminal de los buses, donde los contactaría de nuevo.

Una vez en la terminal, decidimos seguir a pie hasta el pueblo y pasamos de largo junto a la muchedumbre concentrada alrededor de los buses. Dos cuadras más abajo, en una curva, nos detuvimos para vaciar los últimos tragos que quedaban en la caja de aguardiente. Bebí mi trago, y me quedé viendo la trayectoria de la caja que pasó por Paola y luego llegó a Natalia que se la entregó a Daniel que se la pasó a Sergio para al final llegar a las manos del morenito, que seguía con nosotros. Dio un trago corto y luego de sacudirla tiró la caja en la caneca de basura con un movimiento seco y preciso. Tuve un primer pensamiento de desconfianza. Lo observé un momento y después de medirlo por su aspecto concluí que con ese cuerpo desmirriado y ese aire valetudinario no podía ser un atracador. Además, me dije, él solo no va a meterse con un grupo tan numeroso. Me tranquilicé. Pero luego cruzó por mi cabeza la idea de que un solo hombre armado puede dominar a una multitud. Volví a preocuparme. Miré su pretina buscando algún abultamiento pero solo vi la correa de cuero con la camisa metida impecablemente dentro del pantalón. Mis compañeros seguían caminando alegres y parlanchines, desentendidos de su presencia y mi preocupación.

Más abajo Sergio propuso entrar en una cantinita de la vera del camino. Nos acomodamos en las sillas de madera y Paola -que más tarde me dijo que creía que era amigo de alguno de nosotros- le abrió espacio al morenito para que se sentara a su lado. Él acepto sin reato y se acomodó con toda naturalidad. Entonces supuse que andaría detrás de alguna de nuestras amigas. Pero no miraba a ninguna– ni a ni ninguno ni a nada- con especial interés. Tal vez entonces se tratara de un goterero. A lo mejor solo era un tipo que quería tomarse unos tragos a costa del primer grupo de borrachos que vio accesible. Pero cuando el mesero llegó a tomar el pedido él se paró al mostrador, compró su cerveza y volvió dándose un trago.  ¿Y si se tratara de un plan mucho más sofisticado del que él fuera una arandela? ¿Qué tal que más tarde apareciera el combo de sus secuaces armados para quitaros todo y abusar de las muchachas?  Cuando salimos de la cantina hurgué con aguda mirada hacia ambos lados de la calle, pero nada más que un par de familias borrachas y unos novios a abrazados, cruzaron por la esquina.

El grupo avanzó alargándose y dividiéndose en subgrupos por las calles estrechas del barrio El Salado. Me quedé atrás con Laura y Daniel pero no pude concentrarme en la charla. Entonces me adelante hasta Hugo, que iba charlando con Paola, y le pregunté al oído si conocía al muchacho. Dijo que no, que debía ser amigo de Sergio. Avancé hacia Sergio que conversaba con Lina y me contestó que debía ser un conocido de Natalia. Di zancadas largas para alcanzar a Natalia pero la encontré embelesada contándoles una historia a Alex y al morenito, que la escuchaban absortos, y decidí no preguntar nada para no generar sospechas en el sospechoso.

Opté por tranquilizarme. A la altura del colegio Comercial paramos en un caspete flanqueado por dos bafles gigantes de los que brotaba gangosa y estridente una canción de la Billo’s Caracas Boys. Pedimos aguardiente y nos pusimos a bailar. El morenito bailó con Lina, con Paola, con Natalia y con Laura, plácido y sonriente, sin decir una palabra y sin mostrar interés distinto al de simplemente estar ahí.

Cuando el dueño del caspete apagó la música y cobró la cuenta volvimos a la carretera con pasos titubeantes. Miré los rostros relajados de mis amigos y la actitud desprevenida del muchacho y decidí parar la paranoia. Me desentendí de él y en las cuadras siguientes me acostumbré a su presencia.

Antes de afrontar la bajada de Rosellón, última parte del trayecto para entrar al pueblo, Sergio y Alex que iban adelante se detuvieron para esperar al resto del grupo. Fuimos llegando por parejas, pero cuando estuvimos reunidos no continuamos la marcha sino que permanecimos parados en silencio.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué no seguimos?- dijo Lina luego de un rato.

Corroboramos que estábamos completos, pero nadie dio un paso adelante.

– Falta…. – Daniel se interrumpió al descubrir que no sabía a quién se iba a referir.

– El nuevo – completó Hugo

Miramos hacia el fondo de la calle en medio de una atmósfera de sutil ansiedad.

-Yo vi que se quedó en la cuadra de arriba, en un puesto de empanadas- dijo Sergio.

Segundos después apareció en la esquina, rastrillando la rama contra el suelo y un imperceptible y general suspiro de alivio se difuminó en el aire. Retomamos la marcha y nuestras conversaciones que no lo incluían, como había ocurrido en todo el trayecto. Él nos siguió en silencio, sin deshacer su sonrisa discreta, contento y, me pareció, agradecido de poder disfrutar la libertad que da el no ser tenido en cuenta. Laura empezó a cantar una ranchera y le hicimos el coro.

Cerca a la iglesia de San José paramos de cantar abruptamente, nos detuvimos y como unidos por un presentimiento común miramos hacia atrás. El morenito se había quedado en la esquina y empezaba  a desviarse por la calle que daba al barrio la Mina. Lo miramos con la respiración detenida. Levantó la mano y acompañó el gesto reposado y dócil que le caracterizó durante todo el tiempo de vida en que lo habíamos conocido, con la primera y última palabra que le escuchamos.

– Chao- dijo.

– Chao- gritamos al unísono.

Esperamos hasta que desapareciera por completo (y para siempre) y seguimos nuestra marcha en silencio. No volvimos a cantar.  Llegamos al barrio con pasos lentos y pesados, como si el cansancio de toda la jornada (y de todas las fiestas de diciembre) se hubiera acumulado en un instante. Pero sobre todo lo que flotaba en el ambiente era una sensación de vacío. Nos despedimos sin mayores aspavientos y cada uno fue a su casa. En la mía estaba mi madre dormida frente al televisor prendido . Fui hasta mi cuarto y antes de tírame a la cama miré por la ventana hacia la calle vacía. Pensé en él y me dije que menos mal esa despedida había ocurrido en los últimos minutos del paseo. Porque hubiera sido muy difícil sobrellevar un día de Reyes completo cargando con la pérdida reciente de un ser querido.

 

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