Tareas no hechas

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El maldito pie de un recién entrado al partido

Vi esa lágrima bajar por el borde de la nariz, arrastrando la pintura azul y blanca de lo que había sido la bandera argentina pintada sobre el hermoso rostro pálido, y que ahora empezaba a convertirse en una melcocha de colores mezclados por el fuego lento y líquido de la frustración reciente. Ese rostro estaba pegado al mío, pegado también al de las dos compañeras que abrazaban a la chica en un silencio solo interrumpido de vez en cuando por algunos gritos de arriba Argentina surgidos más de la auto superación que de la superioridad en los pechos de un grupo de muchachos que también viajaban apretujados en el melancólico hacinamiento de la línea D del subte a las nueve de la noche del trece de julio del 2014, dos horas y media después de que Argentina hubiera perdido la final del campeonato mundial frente a Alemania por marcador de uno a cero.

Pero el subte en el que nos habíamos desplazado mi amigo Ricardo Vásquez y yo, cinco hora antes, rumbo a la Plaza San Martín para ver el partido en pantalla gigante, en medio de una multitud que se soñaría cualquier político de cualquier país de cualquier época, era otra cosa. Apenas cruzamos la puerta del vagón en la estación Palermo me sentí en la casa móvil de una multitudinaria y heterogénea familia unida por los más profundos lazos del espíritu, para la que el abigarramiento era solo una manera en que las circunstancias coincidían con el deseo natural de ir todos abrazados en medio de las risas, los toques de tambor, las trompetas y los manotazos sobre el techo, al ritmo del coro retumbante de Brasil decime qué se siente tener en casa a tu papá te juro que aunque pasen los años nunca lo vamos a olvidar, y todo el vagón brincando, todo el mundo salido de sí mismo y hasta los más serios o los extranjeros o los hinchas de otros equipos esgrimiendo una sonrisa de reconocimiento cálido ante tanta felicidad sincera mientras el coro seguía que el Diego te gambeteó que Cani te vacunó que estás llorando desde Italia hasta hoy, y familias enteras vestidas de blanco-azul y crestas albicelestes y cochecitos de bebé con gorritos y chupos con los colores de la bandera y peronistas y antiperonistas y kitchneristas y antikitchneristas y maradonistas y antimaradonistas, gritando juntos a Messi lo vas a ver, la copa nos va a traer, Maradona es más grande que pelé.

Cuando Ricardo y yo nos bajamos en la estación Tribunales el partido había empezado hacía seis minutos. Caminamos apresurados esperando encontrar las calles desiertas, pero Santa Fe estaba llena de gente que se desplazaba sin premura, sumida en el ambiente festivo de un partido que no era preciso ver para sentirlo. Frente a las ventanas de vidrio de algunos bares y almacenes encontrábamos corrillos de gente estirando la cabeza, absortos en lo que no alcanzaban a mirar bien. La plaza San Martín no tenía arrimadero, pero nos fuimos adentrando hasta llegar a la estatua elevada del prócer a quien le habían puesto una bandera en el hombro a manera de poncho y a cuyo lado se habían trepado varias personas que voleaban estandartes, en el preciso momento en que el mundo se removió sobre sus bases con el retumbar cataclísmico que solo puede generar el choque de la placas tectónicas o un gol de Argentina. Me desesperé sin saber qué hacer, dónde ponerme, dónde treparme, dónde ver el gol, tapado por miles de miles de cuerpos que dieron unos brincos eufóricos pero fugaces porque de un momento a otro todo volvió a quedar en su sitio en medio de un murmullo quejumbroso en el que alcancé a oír: anulado.

2014-07-13 16.28.00

Mi amigo y yo seguimos, abriendo trocha, avanzando lentamente como buzos entre la sustancia espesa de humanidad expectante. Bajamos buscando un lugar en el que fuera visible la pantalla, hasta que Ricardo se metió detrás de una tribuna de madera donde no pude seguirlo. Esperé a que el primer tiempo se terminara para que la masa compacta de la multitud se aflojara y buscar un lugar adecuado, que finalmente encontré. El segundo tiempo lo vi de pie, apretujado por los cuatro costados, sintiendo en la nuca la respiración de miles y miles de argentinos y percibiendo en cada bocanada de aire la alegre ilusión momentánea de la jugada que se perfilaba, la rabia por el golpe que un alemán le daba a un argentino, la alegría por el golpe que un argentino le daba a un alemán, los puto y nazi cuando la cámara enfocaba a un alemán, el silencio fruncido cuando Alemania atacaba, el respiro hondo de cuando Romero tapaba un balonazo, el vamoargentina cuando el equipo se iba en contragolpe, la descarga de aire unísona de bestia monumental cuando Palacio mandó un balón en globito que casi pero no, el solo un golcito Messi nada ma te pedimo, como una oración; y en el minuto siete del segundo tiempo complementario, el silencio más escandaloso que no he escuchado en mi vida y en la pantalla el balón metido en la red argentina mientras Götze corría perseguido por sus compañeros con las manos empuñadas y en su blanco rostro enrojecido la forma que hacen las bocas de todos los seres humanos del mundo cuando pronuncian el mantra universal: goooool.

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Miré en derredor, con disimulo, con miedo de volver a tocar un dolor sagrado con mis sucias manos de cronista. Rostros congelados en un gesto de confusión, la actitud lela de quien todavía siente como irreal un topetazo de la realidad, un manazo en el pecho dado por el maldito pie de un recién entrado al partido. Y lágrimas silenciosas que empezaban a descorrer las banderas pintadas en los rostros. Y silencio. Y todavía un poco de esperanza por los ocho minutos que quedaban.

Transcurrieron los ocho minutos, la esperanza se difuminó y la multitud empezó a disgregarse callada. Pero Argentina no es el país del silencio y a medida que pasaba el tiempo y el ramalazo de realidad era asimilado, el silencio cedió a los murmullos quejumbrosos y luego a las racionalizaciones y después al reconocimiento de lo que se había hecho aunque no se hubiera ganado y después al orgullo menos escandaloso de haber luchado hasta el último minuto y a la dignidad de poderse quejar por haber perdido una final. El brío volvía a salir y cuando regresé a la estatua de San Martín había grupos de chicos y chicas gritando y ondeando las banderas, y aunque ya pocos voceaban vení decime que se siente muchos gritaban Argentina, Argentina.

Más tarde la gente fue llegando al Obelisco, donde tradicionalmente se concentran los porteños a celebrar lo que haya que celebrar (costumbre que, según una tuitera, haría cagar de la risa a Freud). Y allí la multitud fue más grande que en la plaza San Martín, en una fiesta ya no del triunfo sino del orgullo de haber competido a la altura.

De vuelta a casa, antes de tomar el subte, me encontré con un grupo de gente que avanzaba bajo el resplandor de la pólvora lanzada desde el Obelisco, con una bandera gigante que ocupaba toda la calle. Abuelos, abuelas, padres, madres, hijos y nietos iban tranquilos, esgrimiendo las sonrisas reposadas y sencillas de un orgullo manso, que me parecieron mucho más sólidas, profundas y hermosas que las carcajadas de la preponderancia. Miré al cielo y pensé que los colores de las luces pirotécnicas eran tal vez más pálidos que en las ocasiones triunfales; pero a mí me parecieron más bellos, más humanos, más grandes. Y que alumbraban con más verdad.

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