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Hacer nuestra parte

Tarde soleada en Bogotá
Tarde soleada en Bogotá

 

El miércoles pasado hacia un sol espectacular en Bogotá. Cielo azul profundo, ni una sola nube. Esa tarde había acordado con un amigo, que estaba de paso por el país, de encontrarnos en el BBC de la 142 con 19 para ver juntos el partido del Real Madrid de la Copa del Rey. Yo tenía pico y placa, iba a tomar un Uber, pero al ver ese día tan precioso, tomé la decisión de irme caminando, algo que casi nunca hago, precisamente porque no me siento segura andando sola en la calle. Así que me puse mi camiseta del RM, me recogí el pelo con una cola, bolso cruzado, tenis, gafas, llaves y a las 2 de la tarde salí.   Disfrutando el aire, observando el cielo, los arboles, la gente que pasaba a mi lado y notando como los días soleados hacen que se perciba alegría en el ambiente. Es otra Bogotá.

Cuando estaba llegando a la 147 con autopista noto que unos metros más adelante hay un indigente sentado en unos ladrillos afuera de una cafetería. Tenía una botella de bóxer recién abierta en sus manos.  Ceño fruncido, mirada dura y un tanto peligrosa. De repente una señora de edad avanzada, de contextura pequeña, se le acerca y con voz firme le dice: “Le cambio el bóxer por un jugo”. Inmediatamente comencé a caminar más lento. Por un momento desfilaron por mi mente cantidad de escenarios posibles: El señor indigente podría molestarse y reaccionar atacándola, atracarla, sacarle de pronto un cuchillo o algo, o ser grosero entre muchas cosas que pueden pasar. Comencé a pensar qué debía hacer yo, y no sé por qué recordé un capítulo del libro de Fernando Savater Ética para Amador que decía, qué es mejor: ¿morir como héroe o vivir como cobarde?. Entonces decidí caminar un poco más lento y quedarme a unos cuantos pasos cerca de la señora, por si cualquier eventualidad.

El señor indigente la miraba con rabia, y no le contestaba nada, volteó su mirada hacía mí, como diciendo “¿y está qué?”. La señora también me miró y me sonrió haciendo un gesto con sus ojos como de ternura e insistió: “le cambio esa botella por un jugo y algo de comer, ¿qué quiere?”. Ahí el señor indigente hizo una mueca, casi sonriendo. Se giró y señalando con su dedo le indicaba que quería arepas, empanadas y pasteles de yuca que estaban en el mostrador de la cafeteria. “¿Y de tomar?”, preguntó la señora. “Pony Malta”, respondió entre dientes.

Decidí sentarme en los mismos ladrillos a unos cuantos pasos del señor. El sol seguía brillando más que nunca y pasaba de vez en cuando una suave y cálida brisa que daba a la escena, que estaba presenciando, algo de sublime. No sabía si iba a terminar bien o mal, pero tenía que quedarme hasta el final.

A los pocos minutos la señora regresa con la bolsa de comida y le dijo: “acuérdese, tenemos un trato, la comida y la bebida, por la botella de bóxer”… Él le hizo un gesto como de molestia y se encogió de hombros, como no muy convencido. Ella, le entregó la bolsa y la bebida, y él dudo un poco y le extendió la botella de bóxer. Yo apenas sonreía totalmente asombrada y me sentía afortunada de estar ahí, en ese preciso momento.

Cuando de pronto el señor indigente abre la bolsa, saca un pastel de yuca, le pega el primer mordisco, casi devorándose el pastel, saboreándolo. Quién sabe cuántos días llevaría sin comer algo…  Miré al cielo, no sé por qué lo vi más azul que nunca, el sol brillaba con mayor intensidad. Cuando regresé mis ojos a la escena ya estaba sacando una empanada y mientras se la devoraba, comenzaron a rodar por sus mejillas algunas lágrimas.   No sé si recordaría algo, se emocionó, se sintió querido o eran lágrimas de agradecimiento, no lo sé.    La señora no le decía nada. Solo lo miraba con ternura, con ojos de abuelita como viendo a su nieto comer por primera vez. Casi que se había silenciado el sonido de la calle, de los carros, de la gente. Luego la señora interrumpió aquél silencio y dijo, “venga aquí cuando quiera comer, pero esto (mirando la botella de bóxer) no le hace bien”. El señor indigente seguía comiendo, para ese momento iba sacando una arepa de huevo y había abierto la Pony Malta. Le hizo una mirada de agradecimiento pero al mismo tiempo como queriendo que no se fuera. Ella se despidió de él y comenzó a caminar hacia el oriente. Me puse de pie, le dije adiós al señor indigente, me dijo entre dientes y su bocado de arepa, «adiós mona». Le sonreí y me fui detrás de la señora y le dije, qué bonito lo que usted acaba de hacer. Se detuvo y me dijo, “esta gente lo único que necesita es amor”. Me puso la mano en la espalda, me sonrió y siguió su camino lento.

Yo seguí el mío, pensando en eso que acababa de presenciar. Crucé el puente de la 147 casi sin darme cuenta. Cómo una señora de casi 70 años aproximadamente, tan vulnerable que puede llegar a ser y había sido tan valiente, haber tenido la determinación de hacer algo por alguien. Seguí caminando, hasta llegar al sitio, casi que en piloto automático. Pedí una cerveza. El partido ya había comenzado. Mi amigo aún no había llegado, me había escrito que venía del centro de visitar el Museo del Oro y venia en camino en un trancón, llegaría en 5 minutos. Yo solo pensaba en aquel señor, en aquella señora, en aquel momento, en aquellas palabras: “Esta gente lo único que necesita es amor”. Y yo complementaba esa frase en mi cabeza: Ser reconocidos por la sociedad, ser apoyados, ayudados, no dejar que se sientan solos. Creo que de eso se trata.

Imagínese usted que está leyendo esto, que estuviera en la calle, solo sin tener a nadie con quien contar. Sin tener papás, hermanos, un techo, sin tener qué comer, refugiándose en una botella de bóxer para sobre llevar la cruda realidad, sin tener alguien que lo abrace, con quién conversar, con quien mirar un atardecer. Y tras de todo, sentir el rechazo de la sociedad, que si los vemos en la calle, nos cruzamos se acera porque nos produce temor. La vida para estas personas es muy difícil. Al ver sus lágrimas, sentí una gran compasión y frustración. No basta pensar solo en nuestro bien, debemos interesarnos por el bienestar de todos en comunidad. Creo que nunca lo había visto tan claro.

Hace unas semanas atrás leí una parábola que me encantó: El bosque esta en llamas y mientras todos los animales huyen para salvar su pellejo, un colibrí recoge una y otra vez agua del río para verterla sobre el fuego. En esas se le acerca un León y le dice: ¿Es qué acaso crees que con ese pico pequeño vas a apagar el incendio?  Y el colibrí le responde: «Yo sé que no puedo solo pero estoy haciendo mi parte.»  Creo que lo que viví el pasado miércoles, representa esta parábola. La señora está haciendo su parte.  Claramente ella sola no va a poder cambiarla realidad de ese señor, pero le cambió el día. Tal vez deberíamos ser más valientes y decididos y en cada oportunidad que tengamos, hacer nuestra parte.

Posdata: Y por si se preguntaban cómo quedó el partido: Real Madrid 1 – Leganés 2. Nos despedimos de la Copa del Rey. No ha sido nuestra mejor temporada pero, el Real Madrid siempre vuelve!

En Twitter @AndreaVillate

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