La violencia cotidiana es esa forma de maltrato que se te escapa de las manos, y es tan tramposa que incluso a veces te hace sentir que tú eres el/la culpable de lo que sucede. Es la que te ciega y te amenaza, la que te empequeñece y te bloquea.

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Yo también estoy en contra de la violencia. Firmo en todas las listas que llegan a mis manos para mostrar mi oposición a la violencia manifiesta en cualquiera de sus formas. La violencia machista, la violencia doméstica, la violencia armada, la violencia por motivos políticos, religiosos o ideológicos, la violencia social que vivimos cada día y que parece que no tuviera fin.

Estoy en contra de todo tipo de violencia, y es por eso que también me indigna esa violencia velada, sin diferencias de clase, de partido ni de género, la que parece que se va naturalizando con el paso del tiempo. La que no se ve pero que va desgastando y matando la alegría, la salud y la esperanza. ¿Sabes de qué hablo? De esa violencia cotidiana que se mete hasta en los poros llegando, incluso, a poner en duda la propia identidad.

Por eso es que hay que tener la mirada bien abierta, e intentar estar en contacto permanente con las sensaciones. Porque el cuerpo da señales, avisa de los peligros, protege de las amenazas. Por eso es que hay que desarrollar las funciones biológicas, psicológicas y sociales, para poder detectar las situaciones en las que más vale defenderse o retirarse, que quedarse mirando cómo se va degradando la propia autoestima.

Hablo de esos maltratos cotidianos que se ven algunas veces en las relaciones humanas. En las parejas, en las familias, en los equipos de trabajo, en los grupos de amigos. Porque a veces la cercanía y la aparente seguridad de que el otro permanecerá, pase lo que pase, produce un efecto de cierta confianza perversa que hace pensar en que se le puede tratar de cualquier manera. Esa forma de violencia merece atención, porque también tiene efectos devastadores. Porque aquí no se asesina a las personas en un plano físico, pero sí se asesinan sus ideas, sus creaciones, sus proyectos, su tiempo, su espacio, su ánimo, su autoimagen, su identidad.

A veces ha pasado que alguien se rebela ante ese maltrato velado, y se le acaba tachando de exagerado o demasiado sensible. Pero ¿cuántas veces nos paramos a pensar en los motivos de esa persona para sentirse así? Si lo hiciéramos, comprenderíamos muchas cosas que a veces se nos pasan de largo, posiblemente por esa inercia en la que caen las relaciones cotidianas cuando, más que estables, se vuelven rígidas.

Veamos algunas de esas situaciones que nos hacen pensar en el maltrato cotidiano:

  • Cuando se envían sistemáticamente mensajes constantes e indirectos de desaprobación, del tipo “tú no puedes”“eso tan bueno no es para gente como tú”“deberías hacer lo que yo digo y no lo que tú quieres”.
  • Cuando se impone el silencio sin motivo,  por ejemplo, cuando no se da respuesta a una pregunta o una petición. Siempre me ha llamado la atención que las personas más ocupadas e importantes que conozco, nunca olvidan responder llamadas y mensajes.
  • Cuando, sistemáticamente, se utiliza el tiempo de otra persona llegando tarde, o “simplemente” no llegando a la cita concertada, sin dar ningún aviso o señal de disculparse.
  • Cuando se supone que hay un cierto nivel de compromiso en una relación pero alguna de las personas implicadas no lo ejerce y no acepta cuestionamientos al respecto.
  • Cuando no se toman en cuenta las necesidades de los demás, como el sueño, el hambre o el cansancio, por estar más preocupado por los propios intereses.
  • Cuando después de un “no” dicho abiertamente se actúa como si lo que se hubiera escuchado hubiera sido un ““.
  • Cuando se excluye socialmente a una persona simplemente por tomar diferentes opciones de vida.
  • Cuando se invade sistemáticamente el campo personal del otro, gracias al siempre equivocado sentimiento de posesión.
  • Cuando se intenta hacer creer que la conducta violenta es justificable: “yo soy así“, “somos amigos/familia/pareja y tienes que aguantarme“.
  • Cuando se presiona a alguien para homogeneizar su pensamiento y su conducta, en favor de la supervivencia de un grupo: “en este grupo/familia/empresa pensamos así, nos comportamos de esta manera y nos gustan estas cosas“.
  • Cuando no se le dan a los trabajadores los recursos para desarrollar las funciones para las que han sido contratados.
  • Cuando se oculta información importante para la comprensión de un asunto de interés particular o público.
  • Cuando se toman “prestadas” las creaciones de los demás sin hacer los respectivos reconocimientos.
  • Cuando se culpa a otro/a por el estado personal, que bien hubiera podido superarse trabajando internamente y tomando decisiones con autonomía. Son los mensajes del tipo: “me has dañado la vida“.
  • Cuando se reprime la expresión de las emociones en favor de los buenos modales y las preferencias sociales de moda.

Son incontables los ejemplos para describir el maltrato cotidiano en el que nos movemos permanentemente, y he hecho un esfuerzo por describir los menos evidentes, por estar de alguna forma naturalizados, es decir, como si fuera algo normal estar inmersos en dinámicas de relación disfuncionales. Manipulaciones, chantajes afectivos, faltas de respeto, que parecen inocuos pero no lo son.

Y no me refiero a momentos puntuales en que cualquiera de estas situaciones se pueden dar. Sería injusto y un tanto obsesivo y paranoico decir que si mi amigo llega 10 minutos tarde a la cita me está maltratando. No, pero cuando una conducta se repite por costumbre, muchas veces actuando con indiferencia frente al efecto que tiene en la otra persona, se impone definitivamente una condición necesaria para las relaciones perversas: la falta de equidad.

Y es aquí donde entra en juego el poder. Cuando no hay equidad, la capacidad de afectar negativamente a otros en las relaciones humanas es infinita, y si lo vemos bien, es esa la base de los tipos de violencia más evidentes, contra los que tanto luchamos y nos manifestamos. La falta de equidad en las relaciones, los abusos de poder, los chantajes y las manipulaciones, generan un estado de tensión, de rabia y de frustración en las relaciones, y no solamente en la “víctima”, sino también en la persona que lo ejerce. Porque no tener los límites claros frente a los otros es una fuente de angustia que puede ser exasperante y que, como un círculo vicioso, produce actitudes violentas al no ser canalizados los impulsos.

Cuando actuamos violentamente somos responsables de nuestro acto violento. Cuando lo permitimos también, a no ser que seamos niños o que tengamos alguna discapacidad permanente o temporal que nos impida tomar posición frente a la conducta violenta. En esos casos, es también una responsabilidad denunciar el maltrato ajeno y proteger al niño o a la persona que no puede defenderse.

De lo contrario, si en pleno uso de tus facultades como persona adulta, te sientes víctima de la violencia cotidiana, debes saber que puedes cambiar tu situación, trabajando contigo mismo/a en el desarrollo de tus potencialidades, en la recuperación de tu libertad. Te sorprenderá descubrir las enormes capacidades que no habías aprovechado hasta el momento.

María Clara Ruiz

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