La Sinfonía del Pedal

Publicado el César Augusto Penagos Collazos

‘Tour’ a la costa en bicicleta: un ensayo de la felicidad

Momento de gloria en mi reencuentro con el mar, Tolú

Bogotá, noviembre de 2018. “La felicidad es un estado de ánimo que se ejercita, se entrena y se afianza, como el ciclismo”. Esa fue una de las conclusiones de mi reciente tour a la costa en bicicleta, un viaje de dos semanas por siete departamentos, seis ciudades capitales y decenas de pueblos de todas las altitudes.

El tour tuvo diez etapas, cuatro días de descanso y 1400 kilómetros de recorrido. El trazado conectó a Bogotá, Tunja, Bucaramanga, Mompox, Tolú, Cartagena, Barranquilla y Santa Marta. La mitad del recorrido fue inédito en comparación con el primer tour a la costa que había realizado junto a un amigo a inicios de 2016.

Con esa experiencia y con el entrenamiento de los últimos meses emprendí la travesía el sábado 3 de noviembre, jornada de 230 kilómetros, entre Bogotá y Barbosa (Santander), la más larga de todas, en la que conté con la compañía de varios fanáticos del ciclismo, que me dieron el impulso para lograr mi meta.

Los amigos de Al Soko Biela Team me pusieron paso hasta el Sisga.

Algunos me desearon buen viento y buena mar en el Sisga, otros, se despidieron en Tunja y uno, me llevó a su paso, hasta Barbosa. Sin duda, ese buen comienzo fue un presagio de los exitosos días que estaban por venir.

Todo estuvo a prueba ese primer día: la maleta de cinco kilos, la parrilla que soportaba su peso; la fuerza del pedaleo y sobre todo, la motivación. Afortunadamente, la carga siempre permaneció estable y al cabo de unas cuantas horas me había acostumbrado a las nuevas habilidades de equilibrio que esta exigía. Igualmente, las piernas respondieron como diosas de la aventura, mientras que la determinación estuvo intacta.

Mi amigo Manuel Ricardo Contento ‘Happy’ me acompañó hasta Barbosa. Aquí posamos en la fachada de la casa de Nairo Quintana en el alto El Sote. Minutos antes, nos despedíamos de Guillermo Cubillos quien nos acompaño hasta Tunja.

La primera ‘etapa’ contó con varios ascensos de importancia como el alto del Sisga, Ventaquemada, Tierra Negra, el tramo entre el Puente de Boyacá y Tunja y el Alto El Sote, donde encontramos la casa de Nairo Quintana. Un desnivel nada despreciable, a lo que se le sumó el hecho de pasar del frío al calor y de los pinos a los robles engalanados de fucsia.

Día dos (domingo 4 de noviembre) Barbosa – Barichara (Santander): fue un monólogo prolongado y profundo que subía y bajaba como lo mandaban los cientos de repechos que caracterizan el tramo entre Barbosa y San Gil, la meta inicial. Cuando el cuerpo empezaba a entrar en calor llegaba la bajada y cuando las piernas volvían a estar frías y perezosas iniciaba la subida, y así, durante horas.

Sin embargo, desde Oíba hay un puerto de montaña de unos diez kilómetros que desemboca en una nueva zona de columpios, antes de iniciar el descenso a El Socorro. En muchos de esos parajes encontré  venezolanos que avanzaban con resignación al interior del país. – Si ellos pueden caminar cientos de kilómetros, hacer lo mismo en bicicleta es muy fácil- pensaba cada vez que era testigo de su éxodo.

Luego de una parada en El Socorro, casa de Antonia Santos, una de las heroínas de la independencia,  continué la marcha con destino a San Gil, pero con la intención de avanzar un poquito más, una ñapita, desviar a Barichara.

Barichara, Santander

En efecto, pasado el mediodía, bajo un sol calcinante pedaleaba la montaña que separa a esos dos pueblos. Son 11 kilómetros de curvas sinuosas en las que me sentí desfallecer, pero que rápidamente me brindaron la recompensa de abarcar con la mirada su imponente paisaje rojizo. En resumen, a las dos de la tarde estaba en una tienda del turístico lugar bebiendo con desespero cuanta bebida fría asomaba  en el refrigerador.

Día tres (lunes 5 de noviembre): Barichara – Bucaramanga: El tañido de las campanas de la iglesia principal y el bullicio de los pericos anunciaron un nuevo día. Barichara, el pueblo más bonito de Colombia, eso dicen, recibió el amanecer con el arrullo de una lluvia casi muda que pospuso por varias horas mi salida. Las nubes habían descendido como una sábana gigante para cubrir todo lo  que el día anterior ardía bajo el sol.

Salir de Barichara me pareció más difícil de lo que recordaba: son diez kilómetros para llegar a la cima y descender a San Gil. Esa primera impresión era el anuncio de lo que estaba por enfrentar: otros 30 kilómetros de ascenso de San Gil a Aratoca y otros 15, entre el Río Chicamocha y el Alto de los Curos. Estaba frente a una verdadera ‘etapa’ de montaña.

Lógicamente el trazado debía tener algunas recompensas, pues de eso se trataba el ‘tour’, de apreciar lo simple o lo maravilloso, lo nuevo y lo conocido. Aprender. Disfrutar. De lo contrario, en mi opinión, una travesía así no tendría sentido ¿pedalear por pedalear?

Alto del Chicamocha

Bueno, la recompensa del día corrió por cuenta de la magia del cañón del Chicamocha (con tinto en mano aprecié sus abismos ¿cómo no hacerlo?). Igualmente, el túnel natural de caracolíes gigantes que refrescan la vida en las cercanías a Piedescuesta fue bálsamo reparador. Además, mi mente se complacía pensado que al siguiente día tomaría un merecido descanso. La existencia tenía sentido.

Pasadas las tres de la tarde llegué a Bucaramanga, una ciudad en la que había estado 24 años atrás en mi época de gimnasta. Mientras pedaleaba desorientado por sus calles reflexionaba que no basta con estar en un lugar para decir ‘conozco tal o cual lugar’, pues las ciudades son como los libros y las películas que en cada visita vemos algo nuevo.

Parque principal en Girón, Santander

En esa apacible ciudad, en el día de descanso, lavé las prendas usadas – era una tarea más que necesaria- y realicé un recorrido ciclístico en sandalias y bermudas por Girón y Floridablanca (con ascenso al Santísimo, un viacrucis que no estaba en mis planes).

Día cinco (miércoles 7 de noviembre): Bucaramanga – Aguachica (Cesar): Inicié a las 5:40 a.m. y terminé a las 2 p.m. La mañana estuvo fría como lo había determinado el intenso aguacero que precedió el día. Había charcos a la salida de la capital santandereana y los ríos estaban llenos de furia.

Fue una etapa difícil, pues los primeros 90 kilómetros de Bucaramanga a San Alberto, son un encadenado de repechos profundos, algunos de los cuales merecerían ser catalogados como puertos de montaña. En cuanto al paisaje, la vegetación pasó de los frondosos caracolíes y robles, a las praderas de fincas ganaderas que anunciaban la costa caribe colombiana.

Esos 90 kilómetros oscilan entre los 800 y los 100 metros sobre el nivel del mar, sin embargo, no hay tregua de las subidas y bajadas, toda una sorpresa a lo que había previsto desde la comodidad del computador. Así las cosas, llegar a San Alberto eran un éxito, pues lo que seguía, según el papel, era terreno llano.

Cuando salí de San Alberto, a las 11:00 a.m., el sol era dueño y señor de la famosa Ruta del Sol, la recta que me llevaría a Aguachica. A pesar de que la temperatura superaba los 35 grados centígrados, la planicie y el buen estado del pavimento me permitieron avanzar a paso rendidor, hasta San Martín, donde paré nuevamente y me bebí lo que no estaba escrito.

Allí, el sol calentaba con más insolencia y las personas pagaban por un centímetro de sombra. Pero bien sabía que con paciencia y resignación lograría pedalear esos últimos 35, de los 170 kilómetros que sumaba la tarea del día. Así fue, con el cuerpo empapado en sudor cruce la línea imaginaria de la meta.

Día seis: (jueves 8 de noviembre): Aguachica (Cesar) – Mompox (Bolívar): Día candela, puro fuego solar y humedad. Los primeros 70 kilómetros por la Ruta del Sol estuvieron marcados por algunos columpios y rectas perfectas, hasta El Burro, donde debía empalmar con la vía que conecta con El Banco (Magdalena).

Cuando llegué al Burro no podía dar crédito al mal aspecto de la conexión entre las dos vías y pensé que me había anticipado al giro, razón por la que seguí casi un kilómetro buscando el ‘verdadero’ desvío en el que una valla decorosa advirtiera ‘Mompox’ ‘Patrimonio arquitectónico y material de la Humanidad’. ‘Gire a la izquierda’ ‘110 kilómetros’.

Vía Tamalameque – El Banco – Guamal – Mompox

Nada, eso era pensar con el deseo, la búsqueda fue infructuosa y fue era obligatorio pasar por esas piedras afiladas que tanta dificultad le dan a las llantas delgadas de una bicicleta de ruta. Por fortuna, el tramo en mal estado no superaba los 50 metros, después del cual continuaba una carretera en perfecto estado, una calzada con carriles compartidos.

Es Una vía solitaria con potreros infinitos a lado y lado y con más tránsito de ganado extraviado que de vehículos. Así se llega a Tamalameque, la población del Cesar inmortalizada en la canción La llorona loca.

La inmensa Ciénaga entre Tamalameque y el Banco

A pesar de mi deseo de conocer las calles por donde ha aparecido ese espanto, la vía me llevó por uno de sus costados y me encaminó, hacia El Banco, donde hice una parada más que obligada. Por un lado, el sol resplandecía en la extensa Ciénaga y exigía el consumo desesperado de líquido (suero en este caso, la bebida de mi tour) y por otro, quería conocer la cuna del maestro José Barros, autor de La Piragua, La Momposina y La llorona loca, por mencionar tres de sus más de 400 composiciones.

Lo primero que uno se encuentra en El Banco son sus calles estrechas inundadas de motocicletas. Allí conecté con el muelle en el Río Magdalena, donde se encuentra un busto en memoria del compositor, el hombre más emblemático en la historia de la capital de la cumbia.

Monumento homenaje al maestro José Barros

Luego de rendir ese sencillo tributo retomé el recorrido a pleno rayo de sol con la ilusión de tomar un nuevo aire en Guamal, el siguiente municipio. La vía volvió a ser generosa a lo largo de 30 kilómetros, hasta el inicio de un tramo de tres kilómetros destapados, que se van estrechando como si el mundo de concreto que nos es tan familiar llegara a su fin. Abrumadores fueron los pensamientos que me abatieron en ese trayecto.

Gran dificultad es montar en una semicarrera con parrilla y carga en un terreno escarpado, todos los baches, las piedras y la arena se convierten en verdaderos retos humanos y mecánicos. Además, mi presencia llamaba la atención de los lugareños que hacían mil preguntas con sus miradas.

Asolado decidí parar en el primer restaurante que encontré en Guamal, almorzar era más que necesario, mientras se apaciguaban los latigazos del sol. El descanso duró unos 40 minutos que me permitieron responder algunos mensajes, ver un noticiero que priorizaba las noticias de Bogotá y hablar con algunos personas que me indagaban con curiosidad.

La ilusión de ese jueves era pisar por primera vez tierra momposina, anclar mi existencia en esa población que tantas veces había visto en videos y fotografías y de la que sospechaba de su importancia histórica.

Ese punto era uno de los grandes objetivos del tour y por ello debía sobrevivir a otros tres kilómetros de carretera destapada y 30 kilómetros de pavimento gravemente deteriorado que impiden avanzar con holgura.

Difícil será olvidar a los niños que gritaban con emoción ¡Nairo¡ ¡Nairo¡ ¡Nairo! Incluso, uno de ellos narró el paso de ‘Nairo’ como si ganara una etapa en el Tour de Francia. Entonces, una sonrisa se dibujó en mi rostro gobernado por el polvo, que duró hasta mi llegada a Mompox, a las 3 p.m..

Día siete (viernes 9 de noviembre) Día de descanso en Mompox: Aún con la misma sonrisa en mi cara visité las antiquísimas iglesias de Mompox. Paseé por el cementerio, las estatuas conmemorativas de las gestas libertarias, la casa museo de Bolívar y la inolvidable albarrada por done inicia la aurora sonrosada que precede el alba. Como si fuera poco, al terminar la tarde hice parte de una excursión turística en lancha por la Gran Ciénaga, que permite el avistamiento de aves, nadar en el río y apreciar un crepúsculo de ensueño. Recomendado.

Baño exótico en la Ciénaga grande del Magdalena
Anochece en Mompox

Día ocho (sábado 10 de noviembre) Mompox – Magangué (Bolívar) – Sincelejo (Sucre): Había sido advertido sobre el mal estado de la vía que permite llegar al puerto Bodega, paso obligado para llegar por vía acuática a Magangué. No quería volver a enfrentar la carretera destapada y menos arriesgarme a que la bicicleta sufriera algún daño. Bajo esa lógica decidí tomar un taxi hasta Bodega (37 kilómetros). Acto seguido compré un pasaje en lancha por 9000 para cruzar a la otra orilla del Río Magdalena.

Eran las 8 a.m. cuando bajé la bicicleta de la capota de la lancha y ajusté las correas de mis zapatillas, en las entrañas de Magangué. El día también me sorprendería con un pavimento rústico de esos en los que sobresalen las finas piedritas de su mezcla y que hacían saltar la bicicleta todo el tiempo. En ese tramo de 50 kilómetros la velocidad nunca superó los 25 kilómetros por hora, una eternidad. En esos casos, es necesario ir armado de toneladas de paciencia y asumir con resignación lo que vamos encontrando. La travesía también se trataba de enfrentar las dificultades.

Esa paciencia me dio la tranquilidad de superar el primer pinchazo que solucioné bajo la sombra de un árbol adolescente. A pesar de los 20 minutos invertidos en las labores mecánicas, rápidamente estaba en el Bongo, ubicado a tan solo 24 kilómetros de Sincelejo. Rodar por la Troncal de Caribe me dio la sensación de avanzar rápidamente con el menor esfuerzo.

Ciclorruta que conecta a Corozal y Sincelejo, 10 kilómetros de pista para los ciclistas

Con ese sentimiento de felicidad pasé Corozal, el municipio que recibe a los visitantes con una amplia ciclorruta, digna de ser copiada en el resto del pais. En resumen, al mediodía estaba instalado en un hotel de la capital del departamento de Sucre.

Día nueve (domingo 11 de noviembre) Sincelejo – Tolú (Sucre). El día de la gloria, un recorrido de 40 kilómetros planos con llegada al Mar. Gran logro del tour, como si se tratara de la victoria final, porque llegar al mar en bicicleta desde Bogotá, no pasa todos los días, ni todos los meses, ni todos los años. Invadido por la dicha desenganché las zapatillas de los pedales y posé para una fotografía en la playa. Sin palabras. Amo el mar.

Tolú

Día diez (lunes 12 de noviembre). Descanso en las islas del Golfo de Morrosquillo. “…Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida...”, dice la letra de la Canción de las simples cosas de Armando Tejada Gómez. Bien, el primer tour a la costa me había dejado gratos recuerdos de la belleza sin igual del mar más bello que jamás había visto y no quería perder la oportunidad de ratificar esa experiencia. Volvería todas las veces. Recomendado.

Isla Múcura

Día once (martes 13 de noviembre). Tolú – Cartagena. 160 kilómetros planos sin mayores dificultades, excepto por la falta de una luz delantera que me ayudara en la oscuridad de madrugada. A mediados de las 10 a.m. pasé por San Onofre y casi una hora después, descansé en el Vizo, punto de convergencia nuevamente con la Troncal del Caribe y donde muchos conductores esperaban la reapertura de la vía, tras el volcamiento de un carrotanque.

El trancón crecía minuto a minuto y según versiones no oficiales, el vehículo accidentado sería retirado al final de la tarde. No obstante, las motocicletas, bicicletas y peatones soslayaban el cierre a través de un camino abierto a la fuerza por un potrero. De repente me vi caminando entre la maleza y esquivando motocicletas, una escena bastante surrealista. Momentos así no dejan de alterar nuestros nervios.

Una vez estuve al otro lado del carrotanque volcado, retomé las bielas haciendo caso omiso de una temperatura insoportable. En este caso, llegar a Turbaco era un punto para el regocijo psicológico. Según mi monólogo, sólo era llegar allí y dejar que todo mi peso descendiera hasta conectar con el perímetro urbano de Cartagena.

Eso sí, para llegar a Turbaco hay un repecho de casi tres kilómetros, a penas para sufrir de lo lindo cuando se monta a mediodía. Pero una vez se alcanza lo más alto de la pequeña montaña, la ‘heroica’ se divisa a los lejos y es como si ya se estuviera en la ciudad.

En la muralla olvidé mis gafas por si alguien las encuentra

Para mi alegría en la ciudad amurallada caía un aguacero que refrescaba el panorama y fue bajo la lluvia que me vi triunfal en la base de la torre del reloj del centro histórico. Nunca antes había disfrutado de algo tan simple como la lluvia. Agradecí  a todos los dioses.

Día doce (miércoles 14 de noviembre) Día de descanso en Cartagena. Además de recoger mis pasos de anteriores visitas, en esta ocasión, fui al Castillo de San Felipe y a  Playa Blanca en bicicleta. Un día para aprender otro poquito de nuestro país.

Panorámica de Cartagena desde el Castillo San Felipe

Día trece (jueves 15 de noviembre) Cartagena – Barranquilla: Penúltimo día del tour que transcurrió en absoluta calma. No obstante, ambas llantas amanecieron pinchadas y retrasaron mi salida. Una vez en la ‘Arenosa’, me encontré de frente con las marchas de los estudiantes y los sindicatos que se replicaban en todo el país. Delicioso el aire nocturno de Barranquilla.

Ese día extrañé las gafas

Día catorce (viernes 16 de noviembre) Barranquilla – Santa Marta: La última etapa de la travesía en la que me embargó el sentimiento de victoria. Estuve feliz de dar los últimos pedalazos para llegar a la meta sin lesiones, ajenos a lsa enfermedades, caídas y nada que lamentar. Tenía la impresión de haber vivido intensamente, pues cada día había sido una nueva experiencia.

Rodadero

Una alegría de esa naturaleza me permitiría pedalear otros mil kilómetros sin que el cuerpo los sintiera, porque más que el poder las piernas, es el poder de la mente el que nos permite realizar lo imposible. Y mientras así razonaba iba pasando por Tasajeras y Ciénaga, los últimos municipios en la antesala de la capital del Magdalena.

Pletórico de fuerzas, llegué a Santa Marta a las 10:30 a.m. poniéndole fin al tour a la costa en bicicleta. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo! Me sentía tan vital que todo parecía una fábula o un sueño placentero. Inmediatamente, busqué un lugar para tomar café anhelando un momento íntimo para tratar de entender lo que había pasado.

Al día siguiente, como un premio, llegó mi novia para perdernos en el misticismo de las playas del Tayrona. Escribo este relato con la sensación del vaivén de las olas.

Por: César Augusto Penagos Collazos

E-mail: [email protected]

Facebook: @LaSinfoniaDelPedal

Instagram: @la_sinfonia_del_pedal

Comentarios