La pluma del águila

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Santo Domingo no tiene paraguas

Las nubes pasan y oscurecen la isla como si fuera a desaparecer. La lluvia cae oblicua y se inmiscuye en los aleros bajo los cuales la gente baila sin pretextos, moja las sandalias de las chicas que se mecen en su danza ancestral. Entonces parecería el final de la fiesta. Es recia la lluvia, baja desde la oscuridad de unas nubes densas que han recogido agua a mares. Suena la próxima canción y ya el sol brilla, evapora los charcos que se van con las nubes y otra vez tiempo seco, otra vez calor, a veces una brisa persistente, tibia, descuaderna la prensa de los señores que se sientan a ver pasar el tiempo; despeina los turistas en la plazas, frente a las catedrales y las fortalezas, al lado de las murallas, en los bares y restaurantes de la calle del Conde.

Da gusto recorrer esta ciudad irregular, donde la Colonia aparece espléndida en algunos edificios y en otros se desmorona como su recuerdo. Hermosos palacios coexisten con las ruinas de tiempos mejores, casas inmaculadas son vecinas de vejestorios que nadie aún se atreve a rescatar para volverlas hotel, restaurante o galería; como tantas otras que ya han visto mejores tiempos, donde ahora se congregan los franceses, sobre todo los franceses; los españoles, pocos norteamericanos y una somera muestra de turistas latinos que no se dejan sentir. Los demás transeúntes que a veces colapsan la circulación en las aceras y se toman las calles de la ciudad colonial, son los dominicanos en racimos, como los plátanos con los que cocinan sus delicias, los dominicanos en familias, en parejas, en tumulto rumbo a la plaza España; rumbo a las fiestas que en los fines de semana reúnen orquestas patrocinadas por el Ministerio de Cultura; los dominicanos engalanados para oír el concierto de navidad en la Catedral Primada, la primera de América; cuyo arquitecto Alonso de Rodríguez, después construiría la catedral de Méjico; los dominicanos disfrutando su noche del 25 de diciembre hasta el amanecer; en la ciudad colonial, en el Malecón, en los barrios, siempre con la música como protagonista.

Una cadencia Caribe desplaza las caderas de las mujeres, una elegancia galante y discreta, se percibe en los piropos de los hombres. Son amables los dominicanos, también impacientes, pitan con anticipación en sus travesías por la ciudad, por la gran urbe moderna, la del polígono donde confluyen las grandes avenidas, los buses, los taxis informales, los más formales destartalados, los oficiales.

Siempre habrá algo para hacer en el día y en la noche de Santo Domingo, caminar, ver museos, probar las delicias regionales en los restaurantes del Malecón, ver los chicos saltando desde el acantilado que lo resguarda, con sus trajes para el agua, que no corresponden a ninguna moda distinta de su ropa interior; montar en coche, mirar las artesanías, caminar, caminar, caminar; ir a los bares donde se funden la salsa, el son, el bolero, la bachata; caminar, caminar, ver los barcos enormes arribando al puerto y metiéndose en las narices de la ciudad, descubrir la microscópica Chinatown con sus restaurantes deliciosos, ir al Jardín Botánico, recorrerlo en tren y a pie, disfrutando de la flora y la fauna, sin esperar encontrar algo para comer distinto a galletas y gasesosas, recorrer la Plaza de la Cultura, el Museo de Arte Moderno, el Museo del Hombre, que en su pequeña colección exhibe algunas piezas que son verdaderas joyas arqueológicas, caminar, caminar, caminar.

Por supuesto los amantes de las playas podrán atestarse en Boca Chica, en Juan Dolio, en Punta Cana y demás paraísos esterilizados, refinados y promocionados internacionalmente o buscar las playas idílicas; donde siempre la naturaleza y la calidez de sus habitantes, permitirán sentirse a gusto en esta república consagrada al domingo como fiesta de guardar, al domingo como descanso obligatorio.

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