La pluma del águila

Publicado el laplumadelaguila

El jefe está bailando

En el mundo latino, los lugares tienen carácter, identidad, ciudadanía, nacionalidad. Un bar, un hotel, un restaurante, una tienda, un museo atendido por latinos; se sale de los esquemas del primer mundo, se salta el protocolo, pone de primera mano la cara de la persona que atiende en su cargo, antes que la Institución.

Esto puede filtrar todo tipo de temperamentos y por eso la moneda tendrá muchas caras: largas, despóticas, displicentes, desatentas; pero con más frecuencia puede uno encontrarse con seres especiales, gente que se sale del uniforme para mostrar una sonrisa que deja huella, que cuenta una historia.

En el mundo Caribe esa presencia viene adobada con la salsa de un mundo que vibra con la música, con la danza; que ha sido criado en la ondulación de la brisa que mueve las palmeras, en el vaivén de las olas, en el cambiante temperamento del clima; fenómenos determinantes que han logrado que su gente no se acomode en los esquemas.

La rigidez del corsé no resiste la cadera que baila, el cordón no amarra al pie que creció descalzo, ni el cuero acaricia, como lo hacía el aire, a quien se acostumbró a la sandalia. El brazo no está a gusto en el uniforme, ni la mano en el guante; cuando con ellos desde siempre, con la puntualidad del tic tac del latido primordial, desde la cuna, se ha llevado el compás.

Mientras en el primer mundo los empleados se pierden entre el organigrama y a veces no son ni siquiera el nombre que exhiben en su escarapela, en estas islas de soles casi perpetuos, te atiende gente que te  mira a los ojos y ríe, gente que mientras trabaja, trata de entretenerse hasta la hora de quitarse su traje de empleado, para volver a a ser calle, zapato brillando con su ritmo la acera, el salón de baile, o la propia baldosa de la casa, aunque sea al momento de trapear.

Una cosa son las diferencias estructurales de la nacionalidad reflejadas en los estilos de atención al público que denotan un estatus organizacional y otra la esencia cultural que permea lo establecido. Me explico: no es lo mismo ir al Museo Metropolitano de Nueva York, donde de una vez te inscriben como cualquier turista de Disney para que compres el combo de atracciones; una tarifa si se va una sola vez, otra si es con la familia, otra si se piensa volver varias veces al año, otra si vas a las sedes alternas, otra si… varias opciones; o asistir a la Tate Gallery en Londres donde el estricto espíritu inglés se refleja en la sobria manera de presentarte un evento y aunque existan opciones comerciales con ventajas comparativas, nadie las ofrece de una manera tan inevitable. Siguen los ejemplos y cada cultura hace lo propio de acuerdo a sus características.

España intenta vender sin suficiente convicción, el plan de ingreso unificado con descuentos para todos sus grandes museos, Italia promueve sus maravillas; pero son tantas las sutilezas que aparecen en el camino, en países que no se entienden a sí mismos como un paquete donde todo cabe; que terminan siendo ellos mismos, a su aire, toda una personalidad organizativa.

Entonces queda determinado culturalmente el horario de atención en España para incluir la siesta, cosa que Estados Unidos prefiere resolver aumentando turnos, porque la idea es abrir la tienda.  Es la nacionalidad como estilo gerencial.  A partir de esa estructura, el primer mundo funciona en un esquema tal, que ningún empleado aparece como protagonista, ni se desajusta de la norma, ni modifica lo establecido, y si lo hace se va.

Otra cosa pasa en el mundo latino, en el Caribe; donde la patria aparece en las instituciones como un individuo con acento, color, sabor y vida propia; como una entidad con tanta fuerza que puede, por ejemplo, cambiar lo establecido sin ningún pudor.

Por eso, en Santo Domingo, si llegas al Museo del Hombre Dominicano a las 4 de la tarde, un 27 de diciembre, te van a decir que el horario preestablecido no es válido, que el cierre será una hora antes de lo previsto, y debes correr; si pretendes ver las piezas memorables que coexisten con las maquetas escolares.

Si vas al museo de las Casas Reales, vas a encontrar a los guardianes a punto de salir bailando para la fiesta que les correspondería a esa hora si no estuvieran protagonizando sus jornadas laborales. Si vas al museo de Diego Colón, a lo mejor ni siquiera verás a los guardianes. La música está prendida, suena fuerte, ya no es un tema del audífono del funcionario, se mete a los parlantes institucionales, los empleados tienen afán de que todo eso termine de una vez para irse a lo suyo, o tal vez, están asomados a la ventana viendo las escenas de una pareja de novios que se retratan con sus trajes de boda en la plaza. Si estuviera en sus posibilidades, reducirían las grabaciones de las audio guías para que todo quedara en su lugar: el del cese de actividades, el único que permitirá que al fin empiecen las actividades soñadas, las parrandas, los encuentros en familia, las aceras tomadas, para tomar la cerveza al ancho de la misma.

En el Museo de la Familia Dominicana, la casa de Tostado para más señas,  (bien valdría aclarar que no se trata del museo de la familia dominicana como tal, que sería hermoso si existiera, sino el de la familia acaudalada que heredó una ruina de 1500 y la reconstruyó a su antojo y después trasladó lo que pudo comprar en varias galerías de anticuarios españoles y franceses y en casas de gente humilde que se desencartó de sus vejestorios por unas cuantas monedas; hasta formar un mundo ecléctico con sala, comedor, alcoba principal, alcoba de la señorita, cocina, salón de costura, bibliotequita -rídicula por cierto porque esos españoles aunque no leyeran, tenían libros y salones para los mismos-, sin pieza de servicio, ni alcobas de los mayordomos, ni nada de esas bobadas intrascendentes: una mezcla de objetos de todos los siglos, nada despreciables por demás); en esa casa donde el turista paga su boleta para entrar a un recinto sagrado de la cultura, tranquilamente puede encontrase en su recorrido con dos oficiales de la institución comiendo un aromático pastel envuelto en hoja, en pleno patio principal, destino primordial del recorrido turístico.

El hecho en sí, no tiene nada de malo. La gente almuerza, además el almuerzo se ve bien, no importan las descripciones pero, guardadas las proporciones, esto equivale a una escena surrealista, maravillosa por cierto, en la cual el museo del Louvre se paraliza mientras dos empleados se atragantan con su creppe, o su baguette, o cualquier cosa que se les ocurra, frente al cuadro de la Mona Lisa. La hipótesis, de cumplirse; podría darles, si no cárcel, al menos un despido fulminante a los empleados; pero en este caso, el almuerzo en el jardín es ejercido con tanta propiedad por los funcionarios, que es el turista quien se avergüenza de interrumpir su jornada alimenticia.

Y a todas estas uno se pregunta: ¿Dónde está el jefe? Y la respuesta es: El jefe está bailando.

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