La escritura del crimen

Publicado el Miguel Mendoza Luna

LA ILUSIÓN DE LAS MÚLTIPLES PERSONALIDADES

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Desde que Robert Louis Stevenson publicó la novela El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, en 1886, la literatura y el cine, incluso el comic, no han abandonado las historias en las cuales los protagonistas presentan dos o más personalidades que habitan en conflicto dentro de un mismo cuerpo. Si Freud definió los límites del inconsciente, Stevenson se encargó de fabricar una figura capaz de explicar el combate eterno entre el bueno y el malo que habita el interior de nuestras mentes. Se considera que los protagonistas de esta novela permiten comprender la posible división de la personalidad, incluso permiten disculpar nuestras malas acciones: «no era yo, lo siento». El asunto de que eran dos, cada uno con su propia identidad, recuerdos, deseos, tal vez no resulte ser tan cierto.

Kenneth Bianchi (1951- ), un asesino y violador en serie de más de doce mujeres, cuando fue interrogado por las autoridades afirmó sufrir de «múltiples personalidades». Declaró que un hombre que habitaba en su cabeza era el responsable de tales crímenes. Bajo hipnosis las varias personalidades de Bianchi emergieron una tras otra: un vulnerable niño, una mujer seductora, y finalmente el hombre malo… Por fortuna, los psiquiatras de la Fiscalía no cayeron en su trampa. El único trastorno verdadero sufrido por Buono era la incapacidad para sentir remordimiento de sus actos, y su única otra personalidad era su primo Angelo Buono, su socio criminal.

Entre 1977 y 1978, en Los Angeles, California, Bianchi emprendió junto con su primo una estela de salvajes homicidios de prostitutas. Torturaron y estrangularon a sus víctimas, cuyos cuerpos arrojaron en las colinas, de ahí su apodo mediático: the hillside stranglers.

Lo de fingir diversas identidades para escapar al castigo, lo había copiado de algunas películas y de casos reales donde los criminales se habían salido con la suya mediante forzadas actuaciones de voces e identidades invasoras.

En 1976, se publicó el famoso caso Sybil, el cual daba evidencia de que una mujer -de nombre real Shirley Mason- poseía una docena de personalidades (ya en la década de 1950, se había dado publicidad al caso de Eva, mujer con tres presumibles identidades). Con el paso del tiempo, se ha aceptado que esta historia clínica se trató de un burdo fraude o por lo menos de una “trampa ilusoria” manipulada por la misma Sybil, en la cual cayó su psiquiatra, que una vez supo que tenía en frente una mentirosa, además obsesionada con ella,  no dio un paso atrás y siguió, ávida de fama y dinero, con el asunto.

No obstante, a pesar del debate científico que despertó este caso y de su indudable carácter fraudulento, dejó sembrado un delirio cultural sobre las múltiples identidades que hasta el día de hoy cuesta desmentir. Después de la adaptación cinematográfica del caso Sybil, de menos de cien casos de múltiples personalidades registrados en Estados Unidos, se pasó a más de 40.000,

Aunque dentro de la comunidad científica se tenga cada vez más certeza de la irrealidad de tal trastorno (y se reconozca que, en el peor de los casos, se trataría de un tipo de psicosis donde el paciente experimenta dicha división, pero sin perder del todo memoria identitoria de sus actos), el síndrome de Jekyll y Hyde es uno de los favoritos de Hollywood. Desde Psicosis (Hitchcock, 1960), pasando por El club de la pelea (Fincher, 1999), hasta El cisne negro (Aronofsky, 2010), la fantasía de la múltiple personalidad no ha dejado de ser una fórmula argumental efectiva que siempre despierta fascinación.

Probablemente, dicha fórmula no se agote debido a que en tales historias, por ridículas y poco inverosímiles que parezcan, el público se siente reflejado: o bien porque teme no ser lo que cree ser, o porque desea ser otro que no es, o porque se siente atrapado, limitado, en el que es. La multiplicidad nos define mucho mejor que la unidad y las historias de ficción suelen revelar el poder (a veces oscuro) del que decide ser ese otro, que en realidad era él.

Nos atraen las historias de las múltiples personalidades así como nos atraen nuestros propios cambios de identidad; nos miramos en el pasado, uno o dos años, y con sorpresa no reconocemos nuestros actos: «pero cómo pude…», nos reprochamos frente a situaciones del pasado reciente. Esos que ya no somos, también éramos, y claro, aún somos, pero nos cuesta aceptarlo.

La psicología moderna, para referirse a los cambios extremos de conducta, se refiere al concepto de disociación; la psiquiatría y el DSM IV insisten en hablar de trastorno de identidad disociativo. La noción de conducta bipolar es bien conocida por el público no especializado; nos referimos a nuestros amigos como «ciclotímicos.» Cuando alguien se porta diferente a lo habitual, popularmente se exclama que se «rayó».

En algunas ocasiones nos percibimos como extraños, no nos reconocemos en el espejo, incluso nos sorprendemos frente a ciertas ideas que cruzan por nuestras mentes y que, presumiblemente, resultan ajenas a nuestra habitual forma de ser. Incluso nuestros actos toman caminos insospechados. Por lo general, una vez superada la brecha entre ese “extraño que nos ha visitado” y nuestro querido yo, volvemos a ser nosotros (o lo que creemos que somos). Asumimos que esos fragmentos invasores son simples rezagos de un mundo por completo ajeno. Nos aferramos a la unidad, a la ilusión de ser uno solo. A veces ignoramos que aquel que estuvo en nuestro lugar por esos días, se ha quedado y ha sustituido al viejo yo.

Temor a la pérdida de identidad, pero también necesidad de ruptura flotan en el ambiente de nuestros tiempos. No somos algo estático y eso puede asustar.

Es hora de recordarle a los que no han leído la novela -e incluso a los que la hemos leído con descuido-, dos detalles (advertencias) aterradores que no se suelen mencionar: primero, en realidad Jekyll y Hyde eran uno solo. Uno amable. Uno horripilante. Dos rostros indisolubles de un mismo ser humano. Segundo: el bueno de Jekyll eliminó a Hyde, no porque le odiara y quisiera proteger a los demás de su presencia, sino debido a que lo amaba y temía que el mundo no lo comprendiera.

Casos reales como el del cruel asesino en serie Keneth Bianchi, nos enseñan que la verdadera dinámica de la novela de Stevenson no es la de un hombre bueno que se convirtió en uno malo, sino la de un hombre malo que simplemente fingía ser uno bueno.

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