La escritura del crimen

Publicado el Miguel Mendoza Luna

EL DISCRETO ENCANTO DEL ESTAFADOR

 

 

“-Tengo una motocicleta japonesa excelente con algunos daños menores.

-¿Qué daños?

-Un agujero en el tanque.”

Nueve Reinas

 

Existe una fiel tradición en las películas sobre estafadores que implica dos condiciones: sus protagonistas deben ser tipos atractivos o por lo menos seductores (los entonces jóvenes Paul Newman y Robert Redford en El golpe (1973); el dúo George Clooney-Brad Pitt, en la nueva saga de Ocean’s Eleven;  los irresistibles Ricardo Darín y Gastón Pauls, en Nueve reinas (2000); y al final de la historia, dichos personajes deben ser exaltados como una especie de antihéroes que logran, con candidez y con los bolsillos llenos, burlar a las autoridades.

Desde la puesta en escena original de Ocean’s eleven (1960) –encabezada por el encantador Frank Sinatra, seguido de sus estupendos amigos del Rat Pack, hasta su saga remake dirigida por Steven Soderbergh, que ya va en Thirteen-, el estafador y los divertidos socios que conforman su banda han seducido con truculencia al público para que este les apoye indolentemente en sus acciones criminales. Si el dinero robado pertenecía a un banco o a un casino resulta mayor la diversión y el apoyo incondicional de los espectadores para que los estilizados, astutos y tecnológicos bandidos se salgan con la suya.

Las estafas reales, desde el básico paquete chileno (que en Chile no existe, se conoce así en Colombia y Venezuela) hasta los complejos fraudes virtuales, implican por lo menos dos elementos para funcionar: la ambición monetaria de la víctima, y la creación de un relato que haga soñar al estafado con un futuro próspero. En el primero, el estafador asume que su víctima es, en cierta medida, igual a él: un ser ávido de dinero fácil. El estafador apela a la instintiva codicia humana. Su truco resulta muy básico: abre la puerta de una generosa despensa donde no tienes que trabajar para conseguir sus tesoros allí contenidos.

 

En el segundo elemento, el más interesante, emerge la indudable imaginación del estafador: es capaz de tejer un entramado narrativo que seduce a la víctima y le conduce ilusoriamente a un anticipado final feliz. Su habilidad como contador de historias le confiere el poder de sumergir al estafado en un estado de somnolencia moral, en el cual pierde todo principio de realidad. Recordemos que, contrario a lo que se suele creer, la mayor parte de estafas se realizan sin necesidad de someter a las víctimas con sustancias. La única droga inyectada es la que ya portan los estafados: la voracidad de fácil fortuna.

La mayoría de casos exitosos de estafa juegan con un tercer recurso: la inserción en el relato de un elemento insólito, absurdo e incluso sobrenatural: «debajo de su casa habita una guaca»; «si invierte con nosotros podrá alojarse en Dubai en el hotel más lujoso del mundo»; «un espíritu malévolo domina su vivienda»; «su ser querido puede ser atado a usted en cuestión de horas»; «si consume nuestro producto adelgazará en tan solo una semana», «su abuelo le envía un mensaje desde el más allá», «envíe este correo y recibirá un millón dólares», etc., etc. Al parecer las estafas funcionan igual que las novelas de Dan Brown: entre más inverosímil el pretexto argumental, por más estúpido que parezca, más creíble resultará.

 

Un aspecto clave de la estrategia del estafador es fingir vulnerabilidad y presentarse como un simple y amable samaritano que no sacará provecho de la situación. Insiste en que a él no le interesa el dinero ni desea ganar nada más que el servicio que pueda prestarnos. En cuestión de minutos se convierte en nuestro mejor amigo. Manipula el mecanismo humano que permite que nos relacionemos socialmente: creer que todo mundo es igual de bueno que nosotros. Son populares los casos de estafadores que fingen ser sobornados o incluso simulan convertirse en víctimas del estafado: «tú quédate con el maletín con el dinero y yo, pobrecito, con el Rolex falso».

Un grupo más arriesgado adopta identidades estupendas para desplumar a los incautos codiciosos, como fue el caso del colombiano Juan Carlos Guzmán, vinculado a varios casos por estafa y hurto en lujosos hoteles de Estados Unidos, Francia, Japón e Irlanda. Guzmán se presentaba como sobrino de un presidente, hijo de una princesa alemana o el protegido de un importante industrial. En un exclusivo hotel de Londres suplantó a un millonario árabe e ingresó en su habitación. El botín final del dinero y los artículos robados: 40 mil libras esterlinas. Se le ha llegado a comparar con el mítico Frank William Abagnale Jr., el camaleónico estafador interpretado por Leonardo DiCaprio en Atrápame si puedes (Spielberg, 1999).

Relatos como Las mil y una noches presentan varios episodios de estafa y de seductore ladrones de tesoros; incluso el pobre Don Quijote es asaltado en su locura y engañado muchas veces por inescrupulosos hombres a lo largo de su caballerosa travesía. Los mitos griegos e incluso los americanos remiten a sucesos de engaño y astucia; muchos de sus héroes se destacan por su habilidad para engañar (Odiseo, por ejemplo). Es indudable que la fascinación y el primordial atractivo de los relatos de estafa apela a nuestro perverso morbo de asistir silentes al momento en que otros sucumben al engaño.

 

Cuando el dinero sustraido es el nuestro, la risa se desvanece de nuestras caras. Cuando somos las víctimas que pagan una cantidad absurda por un objeto estúpido sin valor real, nos sorprendemos con nuestra vulnerabilidad. Terminamos desnudos ante el precio pagado por la ambición. También, cuando recibimos las cuentas de pago con altos intereses, comprendemos que la gran estafa de nuestro tiempo se podría llamar consumo.

No olvidemos que otra de las característica obligatorias del género narrativo de estafa implica que al final del relato el espectador también sea estafado, (recordemos el giro sorprendente de Nueve reinas, o el inesperado desenlace de la clásica Testigo de cargo, de 1957, o sencillamente repasemos cientos de oscuros episodios de nuestra historia nacional), y sonría complacido ante su propia inocencia, convencido de que en la vida real nunca sería tan estúpido como para caer.

 

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