Imperio del Cáncer

Publicado el Julia Londoño

UN PEQUEÑO ACTO DE FE EN LA HUMANIDAD

Mi amigo Antonio se ha hecho fama de escéptico. Algunos dirían que es un tipo incrédulo y ácido. Por eso me sorprendió muchísimo el pequeño acto de fe en la humanidad que protagonizó esta semana. Tal vez el incidente me sorprendió más porque siempre pensé que entre él y yo la cándida era yo.BLOG

 

Les cuento. La historia pasó cuando salíamos de comer, en Usaquén, a las 10:30 de la noche del pasado miércoles. Llegábamos al parqueadero cuando nos abordó un cuarentón con pinta de ladrón disimulado (hacía un gran esfuerzo por verse bien presentado pero la calidad de la ropa, lo grande que le quedaba y lo mal planchada me resultaron sospechosos) diciendo atropelladamente Señores yo no soy un gamín, óiganme sólo un minuto.

 

La frase me molestó de una, primero por la idea implícita de que si fuera gamín entendería que no lo oyeran y segundo porque en mi experiencia es más molesto cuando la gente pide plata haciéndose la que no va a pedir plata y enrollándolo a uno con información confusa. Tal vez a alguien le parezca insensible ese fastidio instantáneo, la verdad es que aunque no tengo clara mi posición frente a la limosna no tengo problema en admitir que estoy mamada de la cantidad de gente que se acerca a pedir.

 

Me parece que cuando a uno le molesta mucho algo con el tiempo aprende a evitar ciertas situaciones que lo exponen a la molestia. Por ejemplo, yo evito el contacto visual con las personas cuando oigo una frase como la que este tipo dijo y camino bien rápido para que quede claro que no tengo la disposición de oír a alguien pidiendo plata como quien no va a pedir plata.

 

De cualquier manera el tipo muy rápidamente se concentró en mi amigo, su radar le dijo que era un mejor interlocutor y hasta se sintió en confianza para traer un refuerzo: la señora cuarentona con pinta de ladrona disimulada. Intento atribuirle a algo mi percepción sobre la señora y creo que la saqué de su maquillaje excesivo y mal echado, su acento pseudogomelo sobreactuadísimo, la billetera de tela y velcro de adolescente, la voz entrecortada por la angustia repitiendo cómo era que acababa de ver a su hijo tener, aquí no más, un ataque de epilepsia.

 

Intenté apurar a Antonio con mi paso acelerado, intenté mostrarme tan indiferente a la tragedia de esta pareja que de entrada dedujeran que era una hijuemadre y me dejaran tranquila. No lo logré porque uno puede dejar tirada a la pareja desconocida con su historia del hijo enfermo en la Santafé y sus billeteras donde se entrevén billetes de cincuenta mil –es gente decentísima y de billetera rellena, sólo que están en un mal momento porque de la angustia se les olvidaron las claves de las tarjetas y las bloquearon–, pero no al amigo que oye con atención y menos suspicacia de la que uno desearía.

 

Me di cuenta de que era demasiado tarde para evitar que siguieran contando su historia. Me tocó ver las caras de zozobra y entreoír la temida mención, de pasadita: sólo les faltaban $16.000 para las medicinas que curarían al niño.

 

Supuse que el ritmo con el que le echaban a uno la lora debía ser parte de la estrategia para que uno no tuviera tiempo de hacer conjeturas como ¿Y por qué no le piden la plata a sus familias, gente divinamente? o, ¿siendo tan buenas personas en verdad no tienen ni un amigo que los ayude en una situación tan difícil? o, ¿por qué están al borde del llanto si sólo les hacen falta los 16.000 pesitos que nos piden como si fueran a resolver la vida entera?

 

Sentí que el episodio era parte de una conspiración. Si mi amigo había caído de cabeza en la historia del niño epiléptico, yo estaba a tiempo y a unos pasos más de distancia para permanecer alerta a cualquier movimiento extraño. Intenté seguir con los ojos las manos de los señores, me alegré de que Antonio no cargara billetera, fijé mi mirada paranoica para intentar ver algo parecido a un polvito sospechoso o cualquier bulto que se me asemejara a un arma. Así de fuerte era mi sensación de estar en presencia de embaucadores.

 

Todo pasó rápido, creo que si la escena hubiera durado un poco más le habría pedido algún tipo de ayuda al guardia del parqueadero o habría marcado el *123 desde mi celular. Algunas personas aprendemos a estar siempre atentos, siempre alertas, como los scouts, así no nos veamos muy temerarios.

 

Cuando llegué a la conclusión de que a Antonio sólo le iban a robar con su permiso, ya él estaba sacándose del bolsillo un billetito de $20.000 y diciéndoles a los señores que si era mentira allá ellos. Me encantó la frase, revelaba que pese a que parecía pasar por alto las señales que yo interpretaba, él también sentía desconfianza. Al parecer los señores interpretaron la frase igual que yo: inmediatamente le preguntaron que a dónde le podían devolver la plata, una vez resolvieran su urgencia. Mientras, se abalanzaron sobre una pareja desprevenida (que se salvó de ser nosotros, pensé) para pedir un esfero prestado y anotar en un papelito a dónde iban a devolver los $20.000 al día siguiente.

 

La pareja del esfero también parecía confundida, tal vez por la ansiedad con la que les pidieron el objeto prestado, por la imagen extraña de los señores acaparando a mi amigo o por mi posición a la defensiva. De todas maneras prestaron el esfero y se quedaron a una distancia parecida a la que yo tenía de los tres parlantes y con una actitud curiosa pero prevenida.

 

Cuando Antonio dio su dirección –la de la oficina para mi tranquilidad–, la señora con pinta de ladrona disimulada se mostró interesadísima en su trabajo y el señor empezó a mencionar a unos parientes empresarios. Entonces finalmente se dio la transacción del billetito y pensé aliviada qué más da, yo también habría pagado porque se callaran, así que dejemos esto de una vez atrás.

 

Entonces la pareja del esfero pidió, por favor, que se los devolvieran. Me hizo gracia que ellos también se sintieran tumbados y creí percibir desilusión en la cara del señor con pinta de ladrón disimulado, no sé si porque el esfero que devolvía parecía caro, o si porque ya no podría pedirle plata a esa pareja tan amable delante de nuestro, justo después de que Antonio les diera $4000 más de lo que ellos habían dicho que les faltaba para ayudar a su pobre hijito enfermo. Nos fuimos caminando rápido y sin mirar atrás.

 

En el carro el tema lo puso Antonio, le señalé con delicadeza mi percepción de lo que acababa de pasar y, para que no se sintiera tan avergonzado como creí que se sentía, le dije que $20.000 era un bajo precio que pagar por hacer un experimento sobre la posibilidad de creer en la especie humana.

 

En la casa nos reímos, mi amigo hizo un par de chistes buenos y nos despedimos. Pero antes de dormir me encontré deseando profundamente que al día siguiente él recibiera la plata. Después de todo a veces puedo ser muy prevenida, una mujer falta de fe.

 

Me parece reivindicador que un tipo ácido me pusiera a echarme esos pajazos mentales antes de dormir. Me parece reconfortante que Antonio escogiera creerle a la pareja de actores. No todos somos tan desconfiados. Hasta creo que el mundo se me antojó un mejor lugar porque hay gente con la capacidad de sorprenderlo a uno queriendo creer.

 

Obvio que Antonio no se llama Antonio, pero tiene una reputación de rudo que cuidar.

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