Esto mejora, pero no cambia

Publicado el Polo Díaz Granados

Carta abierta pa’los pelaos de la Samaria

Con mucho respeto por los tres gatos que me leen -que están acostumbrados a leer sobre las vagabunderías de los mandatarios que nos gobiernan en el Magdalena- aprovecho este espacio para cedérselo a Carlos Flores, un samario que tiene algo que decirnos a los jóvenes que andamos más pendientes del PlayStation que de las maravillas por descubrir que tiene nuestra mágica ciudad.

Por Carlos Flores

Puedo apostar que más de la mitad de los pelaos que empiecen a leer este artículo, cuando vayan por aquí ya estarán a punto de cerrarlo. Cuando yo era pelao tampoco era que me interesaran mucho las vainas que escribían los “viejos”. Pero ajá, me arriesgo y escribo un mensaje pa’los pelaos samarios de hoy.

Si definitivamente no quieres leer más…, ni modo, cierra esta vaina y vete pa’la calle o sigue jugando FIFA 16 en el Ps. Pero si te dá un poquito de curiosidad por saber cuál es mi cuento, listo, echa pa’lante y sigue leyendo.

Debo empezar contando que desde pelao, junto con el combo de amigos, cuando salíamos del colegio los viernes en la tarde, nos íbamos a caminar los cerros de Santa Marta. Por ahí donde la 22 se estrella contra el cerro de Las Tres Cruces cerca al barrio Libertador, nos subíamos y caminábamos por la cuchilla del cerro, bajándo al otro lado, por donde hoy está la curva de la Avenida del Río o “la vuelta del Pereguetano”, cerca al actual puente de Las Malvinas.

Con el pantalón arremangao y los zapatos en la mano, atravesábamos el río, que en ese entonces era limpio y tenía agua todo el año. Al final, caminábamos hasta los campos de la Universidad del Magdalena y después salíamos a la Avenida del Libertador por la Quinta de San Pedro Alejandrino. Llegabamos a la casa como a las 6pm, mamaos, con hambre, listos para comer, alistarnos y volver a salir a alguna fiesta en la noche.

Esas caminatas de tardes de viernes, despertaron en mí la curiosidad por conocer más y más de Santa Marta. Cuando ya los cerros urbanos habian sido recorridos en todos los sentidos, empezamos a explorar más allá de los límites de la ciudad.

Los fines de semana nos pegábamos tronco de caminatas bacanas. Subíamos desde Calabazo a Pueblito, bajábamos al Cabo, Arrecifes y salíamos por Cañaveral. Algunas veces, antes de subir a Pueblito, bajábamos primero hasta Playa Brava. Ese camino lo recorrimos tantas veces, que hasta con los ojos vendados hubiéramos podido seguirlo. También, desde Bonda, nos íbamos a tratar de descifrar sin éxito los jeroglíficos de las piedras de Donama.

Otras veces el plan era la acampada en Gairaca o en Neguanje. Allí hicimos contacto con la cultura Tayrona, al recoger –con respeto y admiración- pedazos de cerámica, cuentas de jade y cuarzo, entre otras, abandonadas por la guaquería despiadada de otras épocas. En algunas ocasiones hasta pagábamos a algún pescador de Taganga para que, al atardecer, nos dejara en Isla Aguja, y nos recogiera a la mañana siguiente. Jamás en mi vida he vuelto a ver un cielo tan estrellado como el de esas noches de camping en las playas samarias solitarias. Allí conocimos las constelaciones y pedimos tantos deseos como estrellas fugaces vimos.

Cuando no estábamos entre el verdor y humedad de las montañas o las espinas y sequedad de los cerros, mis amigos y yo, estábamos metidos en el mar o en las playas: Buceábamos con careta, aletas y snorkel; disfrutábamos -montados en neumáticos inflados- del mar de leva que azotaba la playa de Los Cocos; o le montábamos la perseguidora a los titís en la desembocadura del río Manzanares. Ah si, los titís. Seguro no alcanzaste a conocerlos. Eran unos pescaitos chiquitos, blanquitos, con los que se hacía tronco de arroz bien firme. Pero ni modo cuadro, de esos ya no hay.

De tanto disfrutar de esas playas y ese mar, casi nos aprendimos de memoria cada recoveco del coral que existía en Taganga; y hasta llegamos a ser expertos en la “arquitectura” de los huecos de los cangrejos de Los Cocos.

Por mi parte, desde niño tuve además la fortuna de poder caminar por muchos senderos de nuestra Sierra. Atravesando ríos, quebradas, plantaciones de café, vestígios Tayrona y selva pura. Pa’remate, desde muy jóven logré llegar hasta Ciudad Perdida, lugar del que me enamoré para toda la vida.

Vivir en Santa Marta siempre generó en mí un deseo permanente por explorarla. Eso de que es la ciudad que “tiene la magia de tenerlo todo” no es cualquier pendejada. Es en serio. Pero ese “todo” hay que descubrirlo y vivirlo, no dejar que te lo cuenten.

Aunque sé que ustedes en éstos tiempos andan en otras vainas, con otros intereses y otras expectativas, me atrevo a invitarlos a que se arriesguen y salgan a descubrir a La Samaria. Si yo fuera ustedes, con tanta tecnología de la que ahora disponen, armaría – por ejemplo- un concurso entre amigos: ¡El que más sitios y cosas nuevas de Santa Marta descubra!. Subiendo a la red -eso sí- fotos y videos. Algo así como causar envidia a los amigos, ¡pero envidia de la buena!.

Yo no amo a Santa Marta más que ustedes. Todos la amamos. Sin embargo, creo tener argumentos diferentes para amarla: Conozco muchísimos rincones y aspectos únicos de su geografía, de su naturaleza, de su historia, de sus calles y de su gente. Y, aún hoy, cada día quiero conocer más y más. Por eso, los invito a que se atrevan a explorar a Santa Marta. Métanse por cuanto recoveco encuentren. A pie, en bicicleta, en burro…

Mientras más la conozcan, más podrán defenderla y más podrán hacer algo positivo por ella. Y ese es mi punto: Ustedes, los pelaos de ahora, son los llamados a cuidar de Santa Marta en el futuro. Y tienen que empezar a conocerla desde ya!.

Estoy curioso por saber quién será el primero en empezar a “causar envidia”.

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