Detrás de Interbolsa

Publicado el Alberto Donadio

ERASE UNA VEZ

ERASE UNA VEZ
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Erase una vez un conjunto residencial tan grande pero tan grande que en él vivían cincuenta mil personas. Todos eran felices. La prosperidad les sonreía. La suave brisa batía dulcemente las palmeras que adornaban el conjunto. El canto de las aves se escuchaba en todos los rincones. La sonrisa en el rostro y la alegría iluminaban la vida de los habitantes del conjunto. No tenía sino veintidós años de construido pero el conjunto era uno de los más famosos del país. Muchos lo envidiaban. Había crecido velozmente y era el más grande de todos los conjuntos de la nación. Un mal día se desató una gigantesca conflagración. Las llamas consumieron muchísimas viviendas, reduciéndolas a cenizas. En otras los estragos fueron muy graves y la reconstrucción tomaría años. En algunas moradas los daños fueron menores pero eso no era consuelo pues la ruina de las casas vecinas hacía ver el conjunto como una zona de desastre. El incendio se sintió como un terremoto. O como un huracán que arrancó las palmas y ahuyentó los pájaros. Los residentes del conjunto no comprendían cómo la conflagración todo lo consumió. No podían creer lo que veían con sus propios ojos. El mundo les cambió de un día para otro. Entraron en estado de shock, de parálisis, de conmoción. Lloraban. Vivían en estado de nervios. No dormían. Llamaron a los vendedores que les habían vendido las casas que ofrecía el constructor. Ellos contestaron que no sabían nada. Algunos vivían en el conjunto y también perdieron sus viviendas. El constructor no aparecía. Un día finalmente dijo que el incendio había sido «un error de cálculo». La defensa civil y la policía dijeron en las primeras declaraciones, cuando todavía salía humo de las viviendas, que los residentes del conjunto «no se verán afectados». Agregaron que «definirán en un término no mayor a dos meses» si es posible reconstruir la urbanización. Cinco días después señalaron que «no existen alternativas viables» y que había que demoler el conjunto. Entonces los residentes empezaron a preguntar en todas partes. En el conjunto vivía el constructor, Don Rodrigo el Campeador. Otra mansión la ocupaba el Caballero Juan Carlos Ortiz y de la Ruiz Perdices. Al lado de él estaba la casa del conde italiano Repo di Corridori. Un poco más allá vivía el Infante Niño Mauricio. Los residentes, averiguando frenéticamente aquí y allá, supieron que en esas mansiones sus dueños de tiempo atrás experimentaban con sustancias inflamables. Habían formado una sociedad secreta de alquimistas, con sucursal en Curazao. La conflagración fue consecuencia directa de esos experimentos con explosivos. La indignación invadió el ánimo de todos los residentes. ¿Cómo era posible que unos cuántos hubieran puesto en peligro las viviendas de todos, reduciéndolas a escombros? Se esperaba ayuda de los organismos dedicados a la atención de desastres. Pero el gobierno en cambio anunció que iba a investigar severamente a los propietarios de las viviendas consumidas por la llamas para verificar cuáles eran deudores del impuesto predial y de valorización y aplicarles las respectivas sanciones del 160 %. Alberto Carrasquilla, jefe de la policía de viviendas en el gobierno anterior, dijo que el sector de los conjuntos residenciales del país «ni se inmutó» por la conflagración. A la vista de las viviendas incendiadas, Alberto «Nerón» Carrasquilla, declamó: «Cabe preguntar exactamente qué hubiera podido hacerse diferente y mi impresión es que no mucho».
Alguien preguntó si el cuerpo de bomberos había inspeccionado las mansiones donde se almacenaban sustancias inflamables. Averiguaron que el comandante del cuerpo de bomberos era el capitán Córdoba. Lo entrevistaron y dijo: «Sin duda lo que quedan son lecciones y muchos aprendizajes».
Otros residentes preguntaron por qué el Presidente no había visitado a los damnificados del desastre ni les había enviado siquiera un twitter. El Presidente se encontraba encerrado en la cabina presidencial de una fragata que patrullaba las aguas territoriales de Nicaragua. Un día lo interrumpió Rendón, su asesor de imagen venezolano, el cual le planteó que para subir en las encuestas de opinión era conveniente enviar un mensaje a las cincuenta mil víctimas de la conflagración en el mayor conjunto residencial del país. El Presidente respondió encolerizado: «A mí que no me pisen otro cayo».
Uno de los residentes del conjunto volvió un día a su casa. Para escaparse de la devastación tomó un libro de la biblioteca y se encontró con este proverbio ruso: «Cuando el dinero habla, la verdad calla».

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