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UNA HISTORIA ANIMAL DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Por: Nicolás «Pollo» Pernett

La historia que voy a contar sucedió hace muchos años en la tierra de los gallos: Francia. A pesar de que los animales más numerosos en ese enorme reino animal eran gallos, gallinas, patos y gansos, el país había sido gobernado durante siglos por una dinastía de cerdos de la casa real de los Bubones, llamados así porque eran todos unos cochinos muy hinchados. Como la mayoría de cerdos de esa familia eran igualitos, les ponían los mismos nombres y solo los distinguían por el orden de llegada, así que al primer Luis le decían Luis 1, al segundo, Luis 2, y así hasta que habían llegado al Luis 16, un cerdo un poco lento pero de buen corazón que gobernó a finales del siglo 18.

Luis 16 se había casado con María Antonieta, una avestruz muy bonita que provenía de la casa real de los Avesburgo, una familia de aves reales de Austria, y vivían en una gran Pocilga Real llamada Animalles, donde tenían perchas de oro para que cantaran los pájaros amigos de la reina y un estercolero para que el rey pudiera jugar y revolcarse. El tiempo pasaba muy agradable en Animalles entre juegos y risas, aunque salía bastante caro, pues la reina tenía gustos muy finos y el rey comía mucho. Además, hacía unos años, para vengarse de los cuervos ingleses, que eran sus peores enemigos, el rey cerdo les había dado dinero a las águilas calvas de los Estados Unidos para hacer su guerra de independencia y eso lo había dejado más calvo a él, porque una guerra es una de las cosas más caras que hay. Así que los tiempos estaban muy malos en el reino, las vacas andaban flacas y los cerdos también. ¿Cómo conseguir recursos para mejorar la economía? Los impuestos. Pero, ¿a quién cobrárselos?

Ilustración: Luisa Naranjo H. @luisanaranja

En ese tiempo se decía que la zoociedad estaba dividida en tres establos: el primer establo era donde vivían las vacas sagradas, las que rezaban y adoraban al cordero de Dios en grandes pesebres que llamaban iglesias. Estas vacas tenían muchos privilegios y no estaban acostumbradas a pagar impuestos así que no ayudaron para nada al rey cerdo. En el segundo establo estaban los perros y caballos que habían peleado en las guerras durante siglos y cuyos descendientes ahora gozaban también de beneficios y se negaban a pagar impuestos. Por último, estaba lo que llamaban el tercer establo, que eran todos los demás animales: las aves de corral de los campos, las palomas que vivían en los tejados de las universidades, los pavos comerciantes de París y los conejos artesanos. En este grupo se destacaban los animales callejeros, es decir, los que habían abandonado el campo y ahora trabajaban y ganaban riquezas en las ciudades. El tercer establo incluía a más del noventa por ciento de las cabezas del reino y tenía la menor cantidad de poder, pero le cobraban la mayor parte de los impuestos. Pobres animales.

Preocupado cómo resolver sus problemas económicos y políticos, el rey cerdo decidió convocar en mayo de 1789 una reunión llamada “los establos generales”, en la que los representantes de todas las especies de Francia se podían poner de acuerdo para emitir nuevas leyes y decidir cuál era la mejor opción para sacar al país de sus problemas. Sin embargo, se hizo evidente que las vacas sagradas del primer establo y los caballos del segundo estaban a favor del rey cerdo y de todo lo que él estipulara, y se pusieron de acuerdo para bloquear las propuestas del tercer establo durante las discusiones. Entonces los otros animales se alborotaron porque se dieron cuenta de que sus votos no serían tomados en cuenta y que los impuestos los acabarían desplumando a ellos, como siempre. Las perdices cuchicheaban que el rey no estaba del lado del pueblo; los patos graznaban que durante mucho tiempo les habían cargado el hígado con demasiados impuestos y leyes; y hasta algunos caballos y vacas sagradas se pusieron del lado de los animalitos más desfavorecidos.

El rey cerdo se dio cuenta de que había sido un error traer a todas esas bestias a su palacio de Animalles y mandó a cerrar el aprisco donde estaban reunidos. Como respuesta, los animales del tercer establo se declararon en rebeldía y un viejo zorro de larga cola llamado Mirrabo le dijo al rey cerdo que tendrían que sacarlos por las armas si querían disolverlos. Buscaron entonces un corral vacío donde los perros de la corte solían jugar con una pelotica en sus ratos libres, se reunieron allí y juraron que ningún pájaro iba a salir volando hasta que no crearan una nueva constitución para el reino animal. Desde entonces a esa promesa la llaman el juramento del juego de la pelotica. Este acto significaba un cambio radical en la forma en que estaba organizado el reino y parecía que el rey cerdo mandaría en cualquier momento perros bravos para dispersar esa asamblea animal. Y así habrían podido terminar todo si en París las cosas no se hubieran puesto color de hormiga.

Como el último invierno había sido el más frío del siglo, muchas cosechas se habían estropeado y los alimentos escaseaban. Y como se sabe, un animal francés sin buena comida es la especie más peligrosa del mundo. Llegó un día en que ya no había ni un pan francés para comer en las calles de París y los gallos de ese país, que siempre han sido gallos de pelea, decidieron armarse para exigir que les dieran pan, y si era posible un poco de queso y vino para acompañarlo. Por eso el 14 de julio de 1789 saquearon las armerías y hasta los mosquitos se armaron de mosquetes para crear una guardia callejera. Entonces se fueron hasta la Pastilla, una enorme jaula donde tenían encerrados a algunos pájaros rebeldes, para conseguir pólvora para sus armas. Después de cacarear y picotear por varias horas, finalmente los patos, gallos y gallinas lograron romper los alambres de la enorme jaula, se tomaron la Pastilla y se la bajaron con sangre. Como estaban tan alebrestados no quedaron contentos con solo desenjaular pájaros y recoger pólvora, sino que ataparon al pavo que administraba la jaula y le cortaron el cogote. Después salieron muy contentos bamboleando el cogote del pavo por las calles y anunciando que a partir de ese momento iban a imitar a las abejas y a vivir en comunidad y quien no estuviera con ellos estaría en contra. Así nació la colmena de París, conformada sobre todo por abejas obreras y soldados.

Mientras esto pasaba en la capital, por toda Francia los patos y gansos que habían soportado abusos durante siglos se animaron con las noticias de París y salieron a destruir las madrigueras (terriers, en francés) donde se escondían los cerdos y pavos más gordos que tenían granjas y castillos por todo el país. Con los gallos y gallinas de París organizados en una colmena y las aves de corral del resto de Francia levantando el tierrero, la Asamblea Animal del tercer establo se sintió en libertad para emitir las leyes que más le convenían a las bestias francesas. Sacando pecho como buenos gallos de pelea, decidieron entonces escribir una declaración diciendo que a partir de ese momento se acababan los privilegios y que todos los animales eran iguales. Como los animales más educados eran los callejeros, todos se empezaron a llamar mutuamente “callejeros” y dejaron de usar el “mú” con que las vacas se hablaban como símbolo de respeto. En agosto de 1789 emitieron entonces un documento llamado Declaración Universal de los Derechos del Macho y los Callejeros, con el que acabaron milenios de estratificación taxonómica y empezaron una nueva era de liberté, egalité y bestialité.

Pero las cosas no habían mejorado mucho a pesar de las lindas leyes que estaban escribiendo. Aunque en la Asamblea Animal se debatían pensamientos muy importantes, el ganado del campo seguía sin pienso para comer, la colmena de París no había podido producir miel y en los gallineros se oía día y noche el pío-pío de las crías pidiendo comida. Entonces las gallinas y patas se cansaron de que las quisieran alimentar solo con paja y marcharon de nuevo hasta el palacio de Animalles para que el rey cerdo respondiera y les diera aunque sea las sobras de los banquetes que allí se hacían. El rey cerdo les dijo que qué pena, que habían llegado tarde y que ya no quedaba comida en el palacio, pero que las acompañaría hasta París y mandaría a abrir muchos restaurantes para que pudieran comer ricos banquetes al lado del río Cena. Fue así que el rey cerdo y la reina avestruz se fueron a vivir a otro palacio, Animallerías, pero esta vez en pleno corazón de París, donde los tenían vigilados más de cerca.

Así llegaron a 1790: con el rey en París, la Asamblea Animal sacando nuevas leyes y preparando una constitución, y con la colmena de París con ejército propio vigilando al rey y a todos los posibles enemigos. Muchos pensaron que hasta ahí iba a llegar la rebelión en el rancho y hasta hicieron una gran ceremonia el 14 de julio para conmemorar un año del primer levantamiento. Construyeron entonces un gran Pastar de la Patria en el Campo de Marta y todos los animales festejaron y emitieron chillidos de fraternidad. Hasta el rey cerdo parecía resignado a que el gobierno sería compartido con la Asamblea y por un momento la cosa pareció llegar hasta ahí.

Sin embargo, en París se habían formado clubes políticos donde los animales más bravos del reino gruñían ideas radicales. Los Jacobinos, un grupo creado por unos caballos pequeños, débiles y de mal aspecto, eran los que hablaban más duro en contra del rey cerdo. Entre ellos se destacaban líderes como Jean Paul Matar, un perro sarnoso que insistía en que la única manera de acabar con las injusticias era cortar la cabeza a todos los cerdos del mundo. Cada vez que Matar ladraba sus llamados a la rebeldía violenta, las bestias de París aullaban de júbilo, sobre todo los que pertenecían a los cien culotes, un grupo de patos salvajes de larga cola que eran los más bravos entre todos. Otro animal que tenía mucha influencia entre los rebelados era una morsa gigantesca y pesada, que daba unos discursos incisivos como sus dientes y que era muy querido entre los animales de París llamado George Dientón, que de día discutía en la Asamblea sobre filosofía y de noche se emborrachaba y armaba unas peleas impresionantes. Por líderes como esos los gallitos de París siguieron pidiendo más cambios y los suricatos con escopetas siguieron moviendo la cabeza de lado a lado en búsqueda de peligros inminentes que amenazaran la revolución.

Primero la cogieron contra las aves migratorias que habían abandonado el país desde los primeros días de desórdenes. Dijeron que muchos de esos emigrados se estaban llevando las riquezas del país y estaban planeando volver para invadir a los revolucionarios con hijos de perra de otros países. Por eso empezaron a emitir leyes muy duras contra las aves migratorias y si cogían alguna con ganas de irse le cortaban las alas sin misericordia. Pero como el rey cerdo podía vetar las leyes de la Asamblea Animal y tenía muchos amigos entre los emigrados, insistió en que dejaran a esas pobres aves tranquilas, que miren que solo querían ir al norte durante el verano.

Por actitudes como esas muchos empezaron a dudar del rey cerdo y de su compromiso con la revolución. No tuvieron que esperar mucho tiempo antes de que sus sospechas fueran confirmadas. En 1791 el rey cerdo y la avestruz María Antonieta trataron de volarse de incógnitos para refugiarse en Austria, la tierra de los Avesburgo. Pero durante el camino María Antonieta quiso parar para hacer compras en todos los pueblos y Luis pidió que probaran las ricuras de las fondas locales y que se tomaran unos tragos en Barenns, una cantina cercana. Con tantas demoras y paradas no pudieron llegar a su destino y un sapo los reconoció en el camino y los denunció ante los gallos revolucionarios. Por eso tuvieron que volver a París con el rabo entre las patas en la mitad de la noche. Los búhos que seguían despiertos a esa hora los vieron llegar en total silencio pero con un desprecio vivo en los ojos.

El problema parecía ser ahora el rey cerdo. Ya no lo necesitaban, ni lo querían. Muchos animales empezaron a decir que si la colmena de París podía funcionar sin abeja reina, por qué el reino necesitaba un rey. ¡Que lo maten y nos den jamón!, gritaba Jean Paul Matar. Pero la Asamblea tenía todavía dudas sobre si deberían dar ese paso tan temerario. La Constitución que finalmente redactaron en 1791 separaba los poderes para que todos no quedaran solo entre las pezuñas del rey cerdo. Así que algunos pensaron que de esa manera lo podrían controlar para que no se volara o hiciera daños de nuevo. No obstante, todos dejaron de creer en esa posibilidad cuando se dieron cuenta de que el rey cerdo había estado enviando palomas mensajeras a los países vecinos pidiendo ejércitos que vinieran a invadir París para liberarlo.

Efectivamente, en la frontera oriental los perros de un pastor alemán llamado Brunswick ya habían empezado a atacar los territorios franceses. Los gallos se alebrestaron más que nunca y corrieron por las calles picoteando a cualquiera que pudiera ser amigo de las aves migratorias o de los perros extranjeros. Ese odio animal contra las aves traidoras los llevó en septiembre de 1792 hasta las jaulas donde había pájaros comunes pagando condenas por diferentes delitos y los desplumaron a todos. Mientras eso sucedía en las ciudades, en los campos pasaron por el cuchillo a todos los gansos que se estaban negando a unirse a los ejércitos. Miles de animales fueron asesinados en pocos meses y las aves carroñeras de Francia tuvieron comida para rato en medio de la jauría.

Al mismo tiempo que en los campos y ciudades las bestias estaban entregadas a un frenesí asesino, se estaban dando las reformas legales más avezadas que se hubieran visto en cualquier reino, animal o vegetal. La Asamblea animal prohibió que hubiera más animalesclavos, dio libertad para que las bestias pensaran o dejaran de pensar lo que quisieran y hasta lo gruñeran a los cuatro vientos, y estableció que hasta los organismos unicelulares tenían derechos, incluido el de rebelarse de vez en cuando contra la tiranía. Con las mismas plumas que les arrancaban de la manera más violenta a las aves traidoras (o sospechosas de serlo) se escribían las leyes y derechos más sublimes. Por eso mismo una gansa llamada Olimpia de Gugugú dijo que si los patos de Francia estaban haciendo una revolución tan violenta con las patas y si tantas gallinas habían salido a las calles en las horas de más peligro, los derechos debían ser iguales para machos y hembras. Entonces escribió una Declaración de Derechos de la Hembra y las Callejeras, que los gallos prefirieron ignorar. Olimpia de Gugugú fue luego perseguida por la misma revolución y, a pesar de que se hizo pasar por un animal anfibio para que no la descubrieran, la atraparon y la despescuezaron, como a muchos otros.

Después de que el rey cerdo les hiciera esa cochinada, el nuevo objetivo empezó a ser gobernar el país como una Res Pública, sin ningún rey que los mandara. La Asamblea se convirtió en Convención y empezó a gobernar con todos los poderes. Entre sus integrantes se destacó un faisán muy acicalado y elegante llamado Faisanmilián Robespierre, que dictaba lo que estaba bien y lo que estaba mal en el universo entero desde un punto muy alto de la tribuna y al que todas las bestias de la Convención acudían para pedir consejos. El ala izquierda de Robespierre (porque este era un faisán zurdo) era una bella paloma llamada San Luis el Justo, del que decían que parecía un arcángel y que tenía cara de que no mataba una mosca, tal vez mil o dos mil, pero nunca una.

Con jueces como estos eran pocas las posibilidades de supervivencia que tenía el rey cerdo cuando lo llevaron a juicio en enero de 1793 por enviar palomas mensajeras a las potencias vecinas. Después de un juicio muy rápido, casi se salva por un pelito, pero como tenía todo el cuerpo pelado, la suerte no le alcanzó. Fue condenado a morir despescuezado en la gallinotina, un invento reciente que picaba la cabeza de los condenados con mucha velocidad y precisión. El 21 de enero unos bueyes lo condujeron al cadalso y un maestro cortador de jamón lo destajó con la gallinotina frente a muchos animales del reino. Los patos de París graznaron de felicidad en ese momento, pero los reyes cerdos de toda Europa se murieron de miedo. Dicen que algunos hasta sudaron frío, aunque se sabe que esos animales no pueden sudar.

Con el rey cerdo muerto los ratones hicieron fiesta y la Convención siguió mandando a sus anchas. Faisanmilián Robespierre se empezó a creer un ave limpiadora y quiso matar a todas las garrapatas y parásitos que decía que estaban pegados al lomo de la revolución. Para perseguir a esos enemigos se creó un Comité de Alud Público, bajo el cual quedaron enterrados miles de animalitos en pocos meses. El Comité de Alud Público empezó a juzgar y enviar a la gallinotina a casi todos por casi cualquier cosa: mataron a los lagartos porque tenían la sangre fría y en esos tiempos se necesitaban animales ardorosos; mataron a los conejos que tenían la sangre demasiado caliente porque podían hacerle daño a la Convención desde dentro; mataron a las gallinas que ponían los huevos tibios porque el momento no estaba para tibiezas; mataron a los gansos más escandalosos y a las vacas que no decían ni mú. Para la revolución todos los animales eran iguales y todos podían enfrentar la gallinotina.

Como el olor de la sangre que se sentía por todo París le revolvía el estómago, George Dientón se retiró un tiempo a una casa de campo donde podía echarse sus polvos tranquilo, porque todos estos animales franceses eran muy amigos de los talcos. Pero el faisán Robespierre empezó a dudar hasta de él y a decir que mira cómo se ha engordado esa morsa aceptando sobornos de quién sabe quién y, además, es una lata cómo se pone de pesado cuando se emborracha, y hasta critica las medidas de la Convención. Entonces el Comité de Alud Público lo condenó a muerte. Si George Dientón había sido asesinado, que era muy amigo de Robespierre y uno de los primeros impulsores de la revolución, cualquiera podía caer. Fueron meses muy oscuros en toda Francia porque el terror revolucionario se apoderó del país y cayeron animales por todas partes como si hubieran adquirido la peste. A ese momento se le conoció desde entonces como la era del Error.

La idea era no dejar nada como estaba antes. Habían cambiado la forma de gobierno, la forma de vestir y hasta la forma de saludarse. También cambiaron los nombres de los meses, porque no querían que se llamaran con nombres raros y viejos sino como los fenómenos climáticos que conocían (ventoso, lluvioso, brumoso, fresquito, qué bochorno, etc.). Tampoco querían creer más en el cordero de dios, las vacas sagradas no trabajarían para el señor cara de papa de Roma sino para el gobierno nacional y hasta las ovejas más mansas de los conventos pasaron por la gallinotina cuando desobedecieron las órdenes de la Convención. Robespierre había convencido a todos de que empezaran un nuevo culto, esta vez a la Diosa Razor, guía y futuro de la nueva era. Él mismo se encargó de dedicarle una gran estatua y dar un discurso emocionado frente a ella en el que dijo que él era el hombre más rasurable del mundo. Y tanto lo fue que al poco tiempo los de la Convención se cansaron también de él. Ya había pasado más de un año enviando animales al matadero y siempre dejaba el salón lleno de plumas y oloroso a perfumes. Entonces lo juzgaron por faisán engreído y lo condenaron a muerte el 28 de julio de 1794. Así fue que el cazador terminó siendo cazado y también cumplió su cita con la gallinotina en el día de más calor. Dicen que lo que más le dolió no fue morir sino llegar todo sudado a su cita final con la historia.

Muerto Robespierre muchos animales empezaron a decir que tal vez se les había ido la pata, que mira que esta revolución ha matado más animales que la peste de los Bubones, que ya no se puede caminar por la hedentina en las calles, que hasta por error habían cortado al maestro cortador encargado de manejar la gallinotina y que ya no había quién hiciera los despescuezamientos. Entonces hubo una reacción para contener los desmanes anteriores encabezada por los Jilguerondinos, un grupo de pájaros moderados que antes habían sido perseguidos hasta llegar al borde de la extinción pero que ahora controlaban la Convención. Estos decidieron que había que darle una nueva dirección a la revolución y por eso crearon en 1795 un Directorio, conformado por cinco animales que estuvieran acostumbrados a la correa y el bozal para que gobernaran con más control a partir de ese momento. A la cabeza del Directorio se sentó el perro Paul Ladrás, quien se dedicó a poner orden en el país. Ladrás ladró con fuerza a los cerdos que todavía quedaban y que querían volver a poner a los Bubones en el trono de Francia. Pero también reprimió a los cien culotes que de vez en cuando salían a marchar a las calles y a pedir que siguieran acabando hasta con el nido de la perra para que nunca terminara la revolución.

Mientras todo esto pasaba en París, Francia seguía peleando con los pastores alemanes, los cuervos ingleses y los avestruces austríacos en sus fronteras. El Directorio se dio cuenta de que había que mantener el orden en las calles del reino y al mismo tiempo moverse por toda Europa para enfrentar a los enemigos. Para hacer eso Ladrás encargó a una abeja soldado muy aventajado que volaba como mariposa y picaba como abeja llamado Napolen Bonapata, que tenía un aguijón punzante, unas alas fuertes para volar muy alto y que siempre andaba escribiendo unas cartas muy melosas a sus novias. Como era una abeja que no podía quedarse quieta, lo mandaron primero a Italia y luego a Egipto a pelear, y siempre que volvía a Francia lo esperaban con grandes desfiles y fiestas. Eso lo llevó a pensar que él podía ser la abeja reina de París y se imaginó caminando con grandes vestidos y con todos sus lugartenientes endulzándole el oído. Pero en ese momento todavía estaba en el gobierno el Directorio. Entonces un político viejo llamado Emanuel Serpienteyés, que se había movido con astucia por todas las etapas de la revolución sin que se le cayera ni una escama, lo convenció de que él podía ayudarlo a dar un golpe de Estado que sería bien recibido por todas las bestias de Francia.

Ilustración: Luisa Naranjo H. @luisanaranja

Napolen, que era una abeja muy avispada, empezó a exagerar los peligros que acechaban a Francia diciendo que si él no asumía el control el país sería invadido por langostas extranjeras y la leche se pondría agria en los establos y la sarna picaría por todo el pellejo y cosas así. Las aves asustadizas les creyeron a estos espantapájaros inventados por Napolen y empezaron a apoyar su llegada al poder. Una mañana brumosa de noviembre de 1799 Napolen picó al Directorio justo cuando se iban a sentar a sesionar y con los perros de su ejército los reemplazó por un Consulado, con tres integrantes. Pero él no quería gobernar con nadie a su lado y se hizo nombrar primer cónsul por toda la vida y más allá.

Mientras tanto, siguió ganando batallas y se creyó que de verdad era el salvador de todo el reino animal de Francia. Entonces, en 1804 se nombró a sí mismo “empalador de los franceses”. Él siempre insistió en que no sería una abeja reina (para que no lo compararan con el cochino Luis 16) sino un empalador, como los reyes de antes, que sentaría a los jóvenes de Europa en los tronos más altos de la historia. Para ese momento, los animales ya estaban cansados de tanta tumbadera de cabezas y de gobernantes y querían sentarse a comer porque se les enfriaba. Por eso, cuando Napolen se coronó muchos lo tomaron bien porque pensaron que al fin alguien podía poner orden y porque siempre ganaba todas las batallas que peleaba. Para los gallos de pelea franceses aquello era como tener un campeón de peso pesado que salía victorioso de todos los combates.

Napolen respondió a la confianza de los franceses y mandó a construir nuevos gallineros y comederos para todas las aves del país. Además escribió un Código Zoovil que ponía en orden la administración y dictaminaba cuantos periodicazos había que darles en la trompa a los animales desobedientes. Las fronteras del reino crecieron como nunca y parecía que empezaría con él una nueva dinastía.

Sin embargo, algunos viejos zorros de París no podían dejar de comentar entre dientes cada vez que lo veían: mira que tantas guerras y muertes para que ahora nos venga a gobernar un empalador en lugar de un rey, ¡misma diferencia!, y mira que tantas luchas por la separación de poderes para que ahora esa abeja escriba todas las leyes, y que mira que ahora hasta celebramos el nacimiento del su hijo con cañonazos y hace nada poníamos al hijo del rey en una celda hasta que se muriera de hambre, y mira que tantas vacas sagradas sacrificadas para que el señor cara de papa de Roma venga a su coronación y hasta firmemos concordato. Una década de revolución para volver al mismo punto. Seremos bestias. Pero esto no se puede quedar así, decían los zorros. Las aves de Francia se levantarán de nuevo cuando vuelvan el hambre y las privaciones. Ya verán. Las oscuras golondrinas de la revolución siempre vuelven.

 

 

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