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Terrorismo, blasfemia criminal

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Foto: Archivo El Espectador

Por: Jerónimo Carranza Bares

La gente gozaba de un café en la tarde, de la competencia deportiva y de un concierto de rock en los campos de Debussy. Unos muchachos disfrutaban de las bellas artes, había una multitud amistosa de aficionados de Francia y Alemania; ¿por qué no puede ser real? El patrón se repite en un mundo “tan perfecto” para los deseos del novelista Aldous Huxley o del cineasta Terry Gilliam –Brazil, Doce Monos- que no será permitido por la mano invisible. La nación primogénita de la Iglesia Católica, como lo recordaba ayer el Papa, sería castigada.

Estalla la crisis socioeconómica del bloque europeo. Al mismo tiempo, se experimenta la crisis humanitaria por causa del éxodo de cientos de miles de refugiados procedentes de Siria y otros estados en guerra. El poder juega las fichas en Ucrania, en Siria, en el mundo.

En julio de 2011, después de destruir un edifico gubernamental en Oslo, Noruega, Anders Breivik contó con una hora para asesinar a setenta personas reunidas en una isla. Era la celebración de un encuentro de grupos libertarios y laboristas, la mayoría demasiado joven para poderse considerar de izquierda, pero habría almas revolucionarias de la ciencia, del arte, del pensamiento. Es inexplicable cómo la sociedad noruega, extraordinaria demostración de progreso, hubiese tenido una policía tan mala y una justicia tan bondadosa con el culpable de estos hechos.

En julio de 2015 fueron treinta jóvenes de mayoría kurda reunidos en una manifestación de izquierda en la ciudad de Suruc, en Turquía; en la capital Ankara, al paso de una marcha convocada por grupos del mismo signo, asesinaron noventa personas hace un mes; un avión ruso fue estrellado hace dos semanas  en el Sinaí, la semana pasada un barrio chií de Beirut y ahora París.

Nadie duda de que el supuesto Estado Islámico, que llamaremos mejor el Califato Islámico para corresponder a los anhelos de sus líderes y de la ficción histórica, ha sido el autor de los atentados. La contundencia de los ataques suicidas responde a la decisión escalonada de las potencias de Rusia y ahora de  la OTAN de erradicar el ejército mercenario de Siria y asegurar su hegemonía en el Mediterráneo oriental. Hace tres años parecía inevitable la caída del gobierno de Assad por obra del ataque de los «rebeldes» apoyados por Francia, Reino Unido y Turquía; habría sido el último triunfo de la «primavera árabe» después de Túnez, Libia y Egipto.

Ya sabemos que pasó en cada caso: el nuevo gobierno de Túnez no ha caído pero tampoco evitado la acción terrorista, primero en un museo y después en un balneario, ha sido golpeada la presencia extranjera en ese país. Luego de bombardear el territorio de Libia, escupieron y patearon el cadáver de Gadafi, pero con el triunfo de los «rebeldes», fue linchado el cónsul estadounidense en las calles de Trípoli. En Egipto ocurrió lo más contradictorio. Cayó Mubarak, un tirano peor que Gadafi, pero en vez de ser ejecutado a la usanza, fue preso y condenado, al tiempo que el movimiento de los Hermanos Musulmanes alcanzaba la victoria electoral, llevando a Mohamed Mursi al poder. En un año largo fue derrocado por el todopoderoso ejército y la represión no tuvo reparos en disparar contra multitudes en el Cairo y ejecutar a Mursi. En síntesis, después de darle todo su abono, la primavera árabe fue un fracasado intento por democratizar en los términos occidentales a las sociedades religiosas del Islam.

Después de su derrota en Indochina, el imperio de Francia se desmanteló en la década de 1960. Aunque Charles de Gaulle, líder desde el exilio de la resistencia en la Segunda Guerra Mundial, no será recordado en el Panteón de los mártires, si impidió la fabricación de muchos al ordenar la salida de las autoridades francesas de Argelia. El mariscal, que no cedió al cautivo nazi, se hincaba ante la poderosa razón contra el dominio colonial. Simultáneamente, el proyecto liberal europeo daba paso a una alianza económica internacional en materias primas, un camino lógico si se piensa en las dimensiones continentales. La voluntad de los líderes estaba plasmada en aquel origen de la unión, plan que se apoyaba en el declive del socialismo y el proletariado.

Pero muy pronto, las élites europeas olvidaron la lección de aquél héroe francés. Los negocios inflexibles prefirieron dedicarse a la usura del sistema financiero. De Gaulle abandonó el poder por las protestas de 1968 sin que la juventud de entonces previera la trascendencia de su partida, en el momento que defendía el patrón del oro contra el dólar estadounidense. La iniciativa de integración europea se fragmentó así en una entelequia del mercantilismo financiero.

Hasta 1989, Berlín impidió que Europa se unificara en el socialismo, gracias en buena medida a la campaña sucia de los servicios secretos occidentales, compuestos de antiguos oficiales nazis que sostuvieron durante décadas la operación de sabotaje denominada Gladio. Caído el régimen socialista de Europa del Este, la acción de la Unión Europea fue estirar su frontera, primero en Yugoslavia, después en las antiguas repúblicas soviéticas y así continuó su siega, digamos que hasta las fronteras de Rusia en el presente, justo cuando Francia ha roto las amarras para irse lanza en ristre contra el Califato Islámico.

 

Como sucedió en la antesala del nazismo, las fauces de la banca han escupido fuego. No ha bastado la experiencia atómica para que la doctrina corrija su rumbo. Si la acumulación originaria del capital agotó sus recursos, nos vemos en la era sádica del crimen. Para cuestionar el origen de una reacción desencadenada contra la democracia social, el patrón del terrorismo suicida musulmán deja huellas profanas. Las brasas se enfriarán algún día para entender el fin de los ejércitos, pero jamás el sacrificio de la juventud.

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