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La Tumba de Palmira y la muerte de la civilización

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Foto: Archivo El Espectador

Por: Jerónimo Carranza Bares

En 1979, Heinz Chez y Salvador Puig fueron los últimos condenados al garrote vil, la máquina de ejecución a muerte «patentada» por España. Brutal práctica de desnucamiento, el aparato fruto de la civilización católica se usó contra estos dos homicidas libertarios: el primero un alemán impulsado por la represión sufrida en la antigua Alemania oriental, el segundo por la causa vasca. Francia tiene la guillotina, o los anglosajones prefieren la horca. La civilización occidental ha aprendido a crecer en el ejemplo.

La cuna de la cultura clásica difundida desde los confines del Mediterráneo sufre hace 4 años por culpa de los intereses comerciales en la ruta de la seda, sobre la que ahora se tienden poliductos al Mar. Siria es resultado de la fragmentación hace cien años del Imperio Otomano; tiene más de 20 millones de habitantes y la rodean Estados poderosos. Desde cuando brotaron las protestas coordinadas en los países árabes con el mote de «primavera árabe», en 2011, el ejército de la República Árabe de Siria, Estado laico de Medio Oriente, enfrenta a milicias captivas del discurso salafista -que predica el ejemplo de vida de Mahoma-, desplegadas dentro y fuera, desde Turquía especialmente, con el objeto de derrocar el gobierno.

El mentado «carnicero de Damasco», heredó el poder de su padre Hafez, un militar alauita y que gobernó al país desde 1970 hasta su muerte en 2000. El régimen ha puesto bajo dominación al resto de clanes reunidos en el territorio, un país trazado por los poderes europeos de Inglaterra y Francia y en donde han convivido todas las vertientes del espectro religioso monoteísta (cristianos, maronitas, ortodoxos, judíos, drusos, musulmanes chiíes, y varios clanes de la población mayoritaria suní). La principal fuerza de oposición la constituye los Hermanos Musulmanes, un movimiento popular suní que ganó las últimas elecciones democráticas en Egipto y fue derrocado a sangre y fuego hace dos años por el ejército de ese país, caracterizado por su obediencia al dictado de los EEUU.

Ante el paso de la protesta popular a revolución religiosa, se han «inventado» un anacrónico Califato que se ensaña en el homicidio y ante el cual los gobiernos occidentales no hacen más que cruzarse de brazos. El 10 de octubre, al paso de una marcha pacífica convocada por el pueblo kurdo en la ciudad de Ankara, capital del Estado de Turquía, noventa personas fueron presas de la muerte. Después de irrumpir en Irak, Egipto, Libia y Siria, la última acción «heroica» desafía a las sociedades vecinas con sus tendencias oscurantistas. Entre tanta sangre, presenciamos la destrucción de los tesoros de la cultura romana, los vestigios del culto panteísta que se erigió en la inmemorial ciudad de Palmira, en la mitad del desierto que separa los valles de los ríos Jordán y Éufrates.

Financiadas por Arabia Saudita, los Emiratos del Golfo Pérsico, Turquía y la Organización para la Defensa del Tratado Atlántico Norte -OTAN- (un canceroso resabio de la guerra fría), el movimiento mercenario tomó fuerza hace un año. La fuerza paramilitar espera el renacimiento de un Califato imperial, el último de los cuales expiró hace 100 años con la bandera otomana. Pudre la rama mayoritaria -pero no dominante- del Islam, con un discurso ferviente y populista opuesto al modelo de civilización occidental. Pero la venta clandestina de petróleo o bienes culturales, indican su presteza capitalista. Miles de voluntarios se unen, pese a que Al-quaeda se separó de ellos por sus métodos bárbaros y los milicianos de otra facción llamada Al-Nusra combate a los kurdos del norte. Al “califato” lo apoya el grupo Boko Harán de Nigeria.

Se recicla el modelo colonialista francés que fundó el protectorado sirio y la República de Líbano tras la Primera Guerra Mundial. La plutocracia despliega la fuerza mercenaria de la legión extranjera, que hace valer los euros contra un país soberano. A pesar de la campaña bélica sostenida por mercenarios de cualquier nación, el ejército no ha caído porque tiene un poderío capaz de competir por el control de la cuenca del Mediterráneo, como lo demuestra su presencia en Líbano hace más de treinta años. A pesar de su participación en las guerras de 1956, 1967 y 1973, hoy todo permite negar su interés en Israel. La tanda de derrotas sufridas y el viraje egipcio hecho por Mubarak en treinta años de manu militari sobre la franja de Suez, hacen del gobierno de Assad, un oftalmólogo con las puertas de Montecarlo cerradas, un obstáculo para el buen comercio de los reinos.

El pasado 1 de octubre, el gobierno de Vladimir Putin se metió de lleno en el tornado, al reconocer la amenaza de la base aérea de Lakatia y por tanto de sus costas sobre el Mar Negro. Alrededor de ese anillo vertiginoso en el desierto se ciñen las repúblicas de Líbano, Irán y los miembros del Tratado de Seguridad, especialmente el gigante Kazajistán, cercanos aliados del coloso del Norte de Europa. El mismo 10 de octubre, los aviones británicos que separadamente atacan al para-Estado Islámico, recibieron permiso de atacar naves rusas en caso de verse amenazadas por su presencia, misma orden dada por Obama a sus top-gun. Junto con la Federación Rusa¸ a Siria la respalda la República Islámica de Irán y el movimiento Hezbolá en Líbano, de inspiración chiita.

Los templos fueron abandonados por los dioses y los humanos. La ciudad de Palmira sobrevivió a Atila, a Solimán, a Hitler. Ahora, cuando los Socialistas en el poder y los Demócratas gobernantes han sido más que incapaces de detener a unos tipos con prácticas como la antropofagia, miran sin pestañear la parábola de 1.500 kilómetros pintada por los cohetes lanzados desde el Mar Caspio.

El mundo moderno impondrá a la tecnología, infausto desafío a la fatalidad, para borrar de la tierra a las bestias desatadas sobre el pasado y el porvenir. Aunque no se detengan a escuchar voces cabalísticas entre arcos derruidos por la divinidad del tiempo, los científicos que llaman al Universo impiden que la barbarie avance contra la cultura. Así esté guardada en la cabeza hueca de una imagen de piedra, en el pastiche que levanta una luz yerta sobre el mundo a sus pies.

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