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Elecciones presidenciales de Colombia de 2018: la historia dará su veredicto

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Foto: Archivo El Espectador

Por: Jerónimo Carranza Bares

Votantes y votantas, el siguiente exordio dedicado  a la matriz de nuestra vida, la gran Historia, pretende decir algo sobre la mayor de las incertidumbres que cubre el horizonte de la Patria boba, después de aquél plebiscito de 2 de octubre de 2016 que invalidó los acuerdos de paz con las FARC suscritos en La Habana. Estamos apenas a 48 horas de la penúltima verdad de este juego, una “segunda vuelta” de ese trance que nos dará finalmente el derecho a la paz o a la guerra.

Después de veinte años de dejar las armas –primer contingente de 1998- digo que el primer ejercicio del derecho al voto de quien escribe esto, concuerda con el alumbramiento de una generación de útiles a esta vida gregaria, que les da el derecho de mandarse solos después de cumplir dieciocho años (¿Por qué no veinte años o mejor, treinta años? Lo haría más fácil para los historiadores).

Entre 1998 y 2018 pasaron muchas noticias en Colombia -sobre masacres, masacres,  masacres- que engendraron en su perverso camino la desmovilización paramilitar en 2004 y las negociaciones de paz con las Farc, el ejército insurgente más poderoso de América. En 2016, se dio la entrega completa de armas –alrededor de diez mil- y detallados todos los bienes producto de las acciones de un grupo ilegal que delinquió durante más de cincuenta años.

Resultado de las negociaciones, han sido rastreados por la policía internacional los dineros obtenidos por el narcotráfico y se considera que la guerrilla está plegada a las condiciones de la democracia, sin ases bajo la manga y llevado por los pasos perdidos que da el cuerpo doctrinario de la revolución entre  golpes de ciego.

En estos últimos veinte años, desde cuando el régimen bobástico de Andrés Pastrana (1998-2002) fue puesto de rodillas por el ejército fariano y el gobierno cedió por tres años el territorio del Caguán para hacer allí un debate posmoderno sobre todos los temas, y mientras el paramilitarismo prendía motosierras, hasta el día de hoy, cuando la brújula de la paz la lleva en su mano un hombre que vive en huelga de hambre y cuyo ejército ya desapareció, no hay muchas ilusiones.

Con el plebiscito del 2 de octubre por el cual ganó el No a las condiciones pactadas en La Habana, pudo triunfar la rabia –por no decir el odio- engendrado contra la guerrilla, sobre la razón última del diálogo de paz: El futuro de la sociedad. La ignorancia forjada alrededor de los Acuerdos, impidiendo el avance de la justicia transicional y el trabajo de la Comisión de la Verdad, para revelar los crímenes de las Farc, está en vilo por el resultado electoral del domingo 27 de mayo.

Entrando en materia política y con la certeza de que la marcha de los Acuerdos de Paz es el asunto determinante para el electorado, decimos que esta que viene es la elección de la historia de Colombia, porque desde el domingo sabremos qué ruta caminaremos en la pendiente de la Paz. De todos modos y gane quién sea, el camino es para arriba.

Hay que ver la cima desde abajo, cuando todos los pronósticos daban por sentado el fin de la guerra como fin político. Hace un año, quedó clara la voluntad entredicha del gobierno de Santos por impulsar unas negociaciones exitosas con las Farc, reflejada en su inclinación por el ministro dilecto Germán Vargas Lleras, chofer de la maquinaria de Cambio Radical y opuesto a los términos de la paz. A partir de esta decisión, el Partido Liberal, que apoyaba la coalición santista, fue desplazado del primer orden y resultó dividido a causa del imperio del ex presidente César Gaviria sobre sus cuadros dirigentes. La corriente neoliberal de Gaviria ha despreciado desde hace 20 años la línea socialdemócrata del Partido.

Al descargar toda la responsabilidad política en los hombros del ex ministro Humberto de la Calle, postergado en la línea de carrera por la Presidencia y sin apoyo interno en su lucha por el poder, las mayorías por la paz del gobierno de Santos se resignaron a ver la instalación del futuro presidente en la figura autoritaria de Vargas Lleras.

Sin embargo, el cálculo no le funcionó a Vargas Lleras -y a Santos- por varios motivos. Principalmente, porque reproduce todas las características odiosas a la sociedad con relación a sus dirigentes: clientelismo exacerbado, y esto es pura corrupción, y el uso de la violencia como forma de comunicación para someter de este modo a los demás, lo cual se hace explícito en su rechazo a los Acuerdos de paz.

Sin embargo, esta bandera de la violencia formal la porta un sector ideológico – o dos sectores- muy determinados y que no confían en el gobierno. Uno es el país que nace del resentimiento profundo contra la guerrilla y otro que lo aúpa, el de la clase política implicada en violaciones a los derechos humanos y que podrían ser sometidos por el Tribunal de Paz.

Al celebrarse la consulta abierta el 11 de marzo para decidir las candidaturas oficiales, aquel sector bifronte contra la Paz se concentró en la figura del joven Iván Duque Márquez, un desconocido abogado de la Universidad Sergio Arboleda y asesor del BID, que sedujo a los opositores de los Acuerdos en virtud de su carisma, disciplina y sobre todo, su obediencia a Álvaro Uribe, el representante por antonomasia del odio a la izquierda y de todas las formas de lucha, válgase la ambigüedad.

Al quedar secuestrada la agenda contra los Acuerdos de Paz por la candidatura de Duque, reculó Vargas Lleras su primera postura, pasando a absolver lo pactado, pero sin ningún entusiasmo. En este punto se podría repetir la historia remota que dio oportunidad a la República Liberal de llegar al poder en 1929, con el triunfo del periodista Enrique Olaya Herrera. La división del “status quo” entre el poeta Guillermo Valencia –el bisabuelo de Paloma- y el General de la Guerra de los Mil Días Alfredo Vásquez Cobo dio fin a la hegemonía conservadora sostenida desde 1886.

La fuerza ciudadana en favor de los Acuerdos se dirigió a dos posibilidades concretas. Por un lado, el ex gobernador de Antioquia, Sergio Fajardo Valderrama, candidato de la colación del Partido Verde y el Polo Democrático, quien se quedó con las bases de estas dos organizaciones, absolutamente progresistas en su ideología en favor de los Acuerdos. Pero  se erigió paralelamente la figura independiente del ex Alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, vencedor de la consulta de fuerzas alternativas frente a la candidatura del ex Alcalde de Santa Marta -y ex guerrillero, como él- Carlos Caicedo.

Ante la vaguedad de los planteamientos de Fajardo sobre todos los temas de preocupación ciudadana –educación, salud, empleo, medio ambiente- y su falta de preparación –o posición- para encararlos en los debates con los otros candidatos, una enorme proporción del electorado de izquierda y de la opinión pública en general, se ha decantado por Petro, gracias a dos factores. En primer lugar, la profundidad de sus enunciados que nos recuerdan el peligro más incesante del presente: el daño ecológico, así como por la contundencia de sus afirmaciones contra el orden político y social que impera, acusaciones basadas en pruebas que ha esgrimido con amplitud en los debates.

Además de los mensajes infamantes que circulan en redes sociales, -una nueva dimensión que juega un papel determinante en las campañas-, Petro asusta a una opinión pública que se limita a informarse con pretendida objetividad por los medios hegemónicos de radio y TV. En ellos se afirma que un gobierno suyo intervendrá directamente en la economía y convertirá la paupérrima economía colombiana en una segunda Venezuela.

La comparación no resiste análisis, por la magnitud de la industria petrolera venezolana y su dependencia absoluta de los dólares que generan sus divisas. Sin embargo, la simbología populista que asocia ambos proyectos políticos, chavismo y petrismo, es una marca que Petro busca evitar a toda costa, poniendo énfasis en la emergencia de los problemas ecológicos que trae la economía del petróleo que hoy nos domina y que él pretende conjurar con un ingenioso y arriesgado programa de energías alternativas.

Habiéndose quedado sin dínamo la vinculación de Petro con Chávez, las candidaturas respaldadas por los poderes económicos, en cabeza de Duque, y  por el gobierno de Santos con Vargas Lleras, hicieron aguas al verse sin discurso, llevándoles a sucesivos golpes de opinión que los enfrenta a ambos directamente y aleja de su único antagonista. Porque a todas luces Fajardo no pelea, ni argumenta.

En conclusión, pese a las amenazas incendiarias estas elecciones dejan un enorme beneficio a la democracia colombiana. La libertad del debate ha devuelto la cuestión política a los intereses primarios de la sociedad y, gracias a la sana competencia, somos más educados acerca de los problemas reales del país, y no sobre los imaginarios que nos acechan.

 

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