Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

Mujeres de ayer y de hoy

No, ni siquiera eran mamotretos de televisión, eran unas cajas pequeñas con antena y, por supuesto, en blanco y negro, algo que un joven de hoy ni se imagina. Y sí, como preguntaba un niño a su mamá, que si la vida también era en blanco y negro cuando ella estaba chiquita. Sí, de cierta manera, era en blanco y negro. Neil Armstrong pisó la Luna el 20 de julio de 1969. Como moscas, al frente de la televisión revoloteaban adultos y niños esperando ver a Armstrong bajarse de la nave y pronunciar la frase que se oyó como por entre un tubo: «Un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad».

¿Quién no esperó con ansias ese momento estelar de la humanidad? Nada como haber presenciado el despegue de un cohete que sube verticalmente y atraviesa la atmósfera para llegar a la Luna, esto fue, es y será un momento sublime de la vida sobre la Tierra; un momento de verdadera fe puesta en la ciencia. Tan salido de lo normal para la época, que muchos niegan que haya sucedido.

Apolo 11

Haber visto el Eagle alunizando, y en un escorzo dramático, la escalera y las botas blancas que bajan y pisan la arena pulverizada; imaginar la oscuridad y pensar en el silencio absoluto por la falta de un elemento en el cual se desplacen las ondas sonoras; mirar con asombro los saltos ingrávidos de canguro enyesado que daban los astronautas sobre la superficie gris mate, ver las fotos del momento en el que el punto de vista se modifica por primera vez en la historia, pues pasamos a ser observados desde afuera de la Tierra: al frente de los tres astronautas y sobre el horizonte lunar ascendía nuestro planeta azul, esfera bañada de agua, una mota de azul pálido, como dijo Carl Sagan. Esa Tierra que está en el cielo de la Luna, como dijo Ernesto Cardenal.

450 millones de personas estaban oyendo por radio lo que pasaba allá arriba en el cielo. La población mundial era de 3.600 millones y ya casi somos 8.000 millones. El mundo se ha trasformado en estos 49 años, no solo con ese pequeño paso para un hombre, sino también con los cientos de pequeños pasos que hemos dado las mujeres aquí en la Tierra, aquí en Colombia.

El año entrante se cumplirán cincuenta años de la llegada del hombre a la Luna, y los hombres seguimos soñando con conquistar el Universo. Ya aterrizamos una aeronave en Marte, y se gastan cruelmente billones de dólares en viajes interestelares. La ciencia ficción ha dejado de ser ficción. La ciencia supera la comprensión y la imaginación de la mayoría de los mortales, que simplemente miramos sus resultados y productos con asombro y espanto. Y es que un hombre ya no puede abarcar todo lo que se sabe de un solo campo en el que se meta. Para dar un ejemplo, la herramienta que usamos todos los días, el Internet, no la conoce a fondo nadie; nadie la entiende por completo; comprenderla no está en el cerebro de un ser humano, sino fragmentada en el conocimiento de muchos. En estos cincuenta años las mujeres colombianas no hemos soñado con conquistar el espacio, pero hemos soñado con la conquista de una vida propia, de un mundo para nosotras mismas, impulsadas por el movimiento feminista que cogió fuerza en los sesenta y que pudo crecer gracias al control natal.

Recordemos que desde solo hace 61 años la mujer es verdaderamente ciudadana en Colombia, pues nadie lo es si no tiene derecho a votar, y esto no ocurrió hasta el 1° de diciembre de 1957. Pero, volvamos a la vida cotidiana de 1969. La televisión se veía en familia, pues solo había una en casa, en un cuarto designado para esta o, muchas veces, en la sala para recibir las visitas. La variedad de programas era mínima: los domingos, Animalandia, con Pacheco; los Sábados felices, en la aburrida tarde de los sábados; cada noche, el noticiero de las siete; y por supuesto, algunos “enlatados”, como Hechizada y Perdidos en el espacio. El personaje más interesante de la televisión era el Dr. Spock, de Viaje a las estrellas, hombre frío y calculador que no conocía las emociones. El sueño de los niños era montarnos en el desintegrador de partículas que podía trasportarte de un planeta a otro en cuestión de segundos. Mirábamos escépticos esas escenas en los Supersónicos, en las que se hablaba por teléfono mientras se veían unos a otros en una pantalla, como lo hacemos hoy en los teléfonos inteligentes y sin inmutarnos por ello. Estamos mal diseñados los humanos, pues damos por sentado lo que tenemos, como si por tenerlo dejara de ser milagroso.

En las casas, las dimensiones de los espacios hablaban por si solas sobre el uso y valor de estos. Los baños parecían habitaciones: eran amplios, salpicados aquí y allá con unos cuantos objetos comparativamente pequeños: el bidet, el inodoro, el lavamanos con su espejo y mueble para los cepillos y la crema dental, y la ducha con cortina plástica, en una de las esquinas del espacioso espacio. Entre el inodoro y la ducha había suficiente distancia como para acomodar una silla con escritorio, entre el inodoro y el lavamanos se podían contar más de seis baldosas. No se entiende  la finalidad de este derroche. La ropa se organizaba en pequeños closets, insertados en la pared; y su tamaño revela que teníamos si acaso una cuarta parte de la ropa que tenemos hoy, y ni qué decir del número de zapatos. Con la desgracia que es la eficacia del marketing, ahora consumimos cuatro veces más de lo que consumíamos en esa época. Pensamos que necesitamos 400% más de ropa que hace cuarenta años. La cocina, pequeña y cerrada, indirectamente señalaba que quienes estaban en ella no debían ser vistos. Las neveras eran pequeñas comparadas con las de hoy, y en el congelador solo se ponía la cubeta para hacer hielos. Los diseñadores se han devanado los sesos buscando la manera más práctica y directa de sacar los hielos de las cubetas, cuando hasta de la manera más difícil es bastante fácil. Las familias eran más grandes, pero no se congelaban alimentos, pues cada día se iba a la tienda del barrio por lo que hiciera falta. La estufa ha tenido convencionalmente cuatro puestos, desde hace tiempos. Unos pocos electrodomésticos yacían sobre el poyo de baldosines esmaltados de blanco, las ranuras siempre esperando el cepillo de dientes viejo, para ser limpiadas. Se trabajaba duro en la cocina, empezando porque las arepas se hacían en casa. Esas otras mujeres de la casa: las empleadas domésticas, eran tratadas como esclavas. Vivían internas hasta los domingos en la tarde, sin descanso; con horarios infames que empezaban a las cinco de la mañana y terminaban a las diez de la noche, sin vida propia, sin pago justo, sin pensión de jubilación ni seguro médico. Sonaba la música de los Beatles, todavía maravillosa, los boleros, y la música de aplanchar de Sandro, Roberto Carlos, Piero, Palito Ortega, Leonardo Favio, Oscar Golden. El gogó estaba en su furor. Se oía la radio como forma de entretenimiento. Inolvidable: el teléfono negro con disco de marcar; uno por casa. Cogíamos turnos peleados para hablar.

En Colombia había virtualmente dos clases sociales: los pudientes, una exigua minoría, y el pueblo, la mayoría. La minúscula clase media estaba en vías de desarrollo. La gente del grupo social alto, que tenía varios hijos, aunque rara vez más de seis o siete, buscaba todos los medios visuales posibles de marcar la diferencia con los del pueblo. Las mujeres “de modo” se acicalaban exageradamente. El maquillaje era dramático, no solo por la raya oscura sobre las pestañas sino por los colores vibrantes sobre el párpado y los rosados y rojos intensos sobre los labios y uñas. El vestuario se parecía en colorido a las flores. Las mujeres no parecían temerle al amarillo, ni al fucsia, ni al verde loro, o al naranjado, al rojo, a los azules eléctricos, y llevaban sus peinados altos, muy altos y elaborados. Si se piensa bien, el pelo se trataba casi como si fuera una peluca, se le daba forma con tubos, marrones, y una vez estaba definido y quieto, se le ponía mucha laca para que se quedara muy majo y muy tieso en la cabeza, como un casco de motocicleta. El peinado se protegía como se protege un objeto frágil: se cubría con una pañoleta, del viento, del polvo, del sol, y sobre todo, de las manotas del marido.

Las mujeres se ponían faldas y tacones, principalmente, como si fuera necesario resaltar una feminidad entendida de una manera exagerada, y debajo se usaban medias veladas y enaguas. Llevaban la incomodidad a cuestas, como se lleva la virtud. Se conoce muy bien la relación proporcional que hay entre atuendo incómodo y alto estatus. Los zapatos puntiagudos y de tacón altísimo o los de plataforma, amén de las fajas, faldas estrechas y guantes hasta en climas benévolos lo mostraban a la perfección. Hablando de medias veladas, hay que reconocer que merecen un capítulo en la historia de la moda. Qué invento: mostrar las piernas pero sin desnudarlas, darles color, esconder sus blanduras, estrías y venas. No hay que olvidar el suplicio que era el cuidarlas, pues la fragilidad del tejido hacía que se rompieran ante el mínimo contacto con una superficie de distinta dureza. Casi se puede decir que duraban o duran una postura. Dan calor y hacen sudar, pero no aíslan del frío, y para colmo, rascan. Como tejido, son un invento que se quedó sin resolver; todavía se venden, pero pocas mártires las usan.

En el afán de diferenciarnos de los hombres (en eso también hemos cambiado, pues ahora nos interesan más las similitudes) los botones de blusas y camisas se ponían al lado opuesto del de ellos; creo que la costumbre todavía se conserva, como un fósil cultural. Otro fósil es la faja. La idea de tener la cintura muy bien marcada y el estómago adentro obligaban su uso. Y qué incómodas las minifaldas que había que estar tirando hacia abajo constantemente y limitaban las posturas. Todavía se ven pantalones con el cierre a un lado de la cadera. Qué cosa absurda eso de cerrar un pantalón por el lado, qué tontería son los botones y cierres que van por la espalda, ¡necesitas ayuda para vestirte! Pero esas incomodidades son lo de menos, la principal es la de ni siquiera darse cuenta del papel que se juega en el mundo, de la propia esclavitud, de las limitaciones que se habían aceptado sin cuestionamientos. Pero consideremos que sin el desarrollo de buenos métodos anticonceptivos pocas revoluciones se podían incubar.

La mayoría de las mujeres de esa minoría con recursos económicos, nacidas entre los treintas y los cuarentas en Colombia, terminaban si acaso el bachillerato, no se cultivaban intelectualmente. Aunque siempre había excepciones. La meta de sus vidas era casarse bien y tener una gran familia. Pensar en un proyecto personal o querer aportar al conocimiento del mundo, no, eso no estaba contemplado por casi ninguna. Las mujeres contribuían al cuidado de la familia y del marido. Nada que deje más claro las metas de cada día que los consejos que se encuentra uno en revistas como Buenhogar o Vanidades. Aquí una lista: “Ten la casa arreglada para cuando llegue tu esposo. Cuida que haya un buen olor y silencio, que los niños hayan hecho sus deberes y estén limpios. No descuides tu apariencia física, debes estar arreglada y que no se te note el cansancio del día. Si es necesario darte una ducha, hazlo. Prepárale una deliciosa cena y crea un ambiente confortable. Hazle muchas preguntas y tú habla poco, no te quejes ni le cuentes los inconvenientes del día. Él ya ha tenido suficientemente duro como para que lo recibas con lamentos. A los hombres les gusta hablar ellos, no hables tú. Ha llegado el HOMBRE a su reino y tu deber es hacer que todo sea placentero; tu papel es ser adorable”.

Esas mujeres no podían pensar en ningún tipo de independencia. El marido era el proveedor económico, y en todas las relaciones, quien pone el dinero pone las condiciones. A la mujer le quedaba ser adorable y obedecer. Qué más remedio tenía una mujer sin educación, incapaz de entender qué hacía el marido ni saber cómo era el mundo en el que se movía. Las finanzas de la casa también las llevaba el señor. Él vivía en una especie de caja negra y ellas, en la caja muy blanca de las paredes del hogar. El machismo era desproporcionado, si es que hay machismo proporcionado. En las películas del Agente 007, James Bond (Roger Moore) les pega cachetadas a las mujeres, y estas son bellas y tontas. Los hombres pensaban en la mujer como un ser inferior, sin cuestionamientos; además, a la esposa se la consideraba, un poco, propiedad del marido, como lo es todavía en sociedades que tienen seiscientos años de atraso cultural, y como todavía se pide en los votos matrimoniales católicos: jurando obedecer. Ser gay era inadmisible, y se ocultaba, como se ocultaban los hijos mongólicos.

Veinte años después, la casa de la gente de modo y de la creciente clase media se había trasformado. En cada una había varios teléfonos. Se gastaba más tiempo frente al televisor que junto a la radio, y aquel estaba por convertirse en un artículo personal. Cada miembro de la familia veía sus propios programas, aislado, en su cuarto. La mujer contaba con la ayuda de más aparatos para sus tareas domésticas. Las arepas ya no siempre se hacían en casa, empezaron a venderlas en los mercados. Los baños se redujeron en tamaño y desapareció el bidet. Me pregunto si el bidet existía porque se consideraba que la mujer quedaba sucia después de la relación sexual o para estar más limpia antes de esta, aunque se sabe que en sus orígenes fue usado como método contraceptivo. O si estaba relacionado con alguno de los tabúes que sobre la menstruación todavía existen subrepticiamente. El humorista antioqueño Elkin Obregón decía que su mamá (nacida a principios del siglo veinte) nunca había hecho pipí. Las mamás de la generación de su madre solo se podían dar el lujo de tener alma, no cuerpo. Toda función que fuera exclusivamente femenina se escondía con vergüenza.

Las otras mujeres del hogar, las empleadas domésticas, se quedaban sin educación. Muchas eran analfabetas. Una minoría se podía ir por la tarde, después de diez horas de trabajo, casi en la noche, y el salario había aumentado algo, relativamente, pero todavía estaba por debajo del mínimo. Como hoy, contaban con el sábado en la tarde y el domingo para descansar. Pero se consideraba justo dejarles los platos sucios del fin de semana para que a su regreso pusieran las tareas al día; o sea, se les guardaba el trabajo del tiempo de descanso. Todavía, los seguros para estas jóvenes, marginadas por las otras más afortunadas, no se habían vuelto obligatorios, como lo son hoy, con reglas y e instituciones que están para protegerlas.

Para muchas mujeres pudientes, nacidas entre los setentas y sesentas, era importante hacer una carrera, y muchas la hicieron, más como adorno, pues solo una proporción pequeña ejercía y ocupaba el mundo laboral. Sin duda, estaban mejor preparadas para el mundo, pero todavía con muy poca autonomía y libertad, digo, en Colombia. El hogar seguía siendo para muchas, digamos, suficiente como aspiración. Casarse bien, tener un buen marido, cuidar a los hijos (dos o tres), y en caso de trabajar, hacerlo parcialmente. El hombre seguía siendo el señor de la casa a quien se le debía todo, pues seguía poniendo casi todo el dinero. Sin embargo, la diferencia en la educación permitió un diálogo y una relación más equilibrada, antes impensable. Una mujer que ha estudiado entiende lo que hace el marido, el mundo que la rodea, y participa en él. La educación y los métodos anticonceptivos hacen casi toda la diferencia.

Es bueno dar un vistazo al arreglo físico, pues una imagen vale más que mil palabras. Se empezaron a ver más pantalones, menos vestidos, y el uso frecuente del bluyín como prenda necesaria. Zapatos todavía incómodos, pero ropa más holgada en la cintura, de colores atenuados. El pelo más largo y con caída natural, pero todavía un uso extenuante del secador y el cepillo. La necesidad de ir a la peluquería y el uso de múltiples accesorios muestran un gasto importante de tiempo en cosas superfluas. El tiempo es limitado; el tiempo empleado en la superficie es tiempo dejado de emplear en la profundidad. Como dice un hombre que conozco: que gracias a Dios no lo hizo mujer, pues con solo pensar en la lista de arriba para abajo que las mujeres gastan en el arreglo personal se siente cansado. Una mujer, que se cree la tontería que nos meten las empresas de belleza, para vendernos más productos, tiene que teñirse, peinarse y recortarse el pelo con expertos, luego seguir con las cejas, depilarse los pelos que están fuera de lugar, los de las axilas, seguir con el bigote, si lo hay. Luego, ocuparse de las uñas de manos y pies, y más tarde, ponerse aretes, pulseras, collares, bufandas y además, y quitárselos antes de ir a dormir. ¡Ay, es extenuante! Para la mayoría de mujeres de esa generación la administración de la casa y muchas labores con los hijos recaía en sus manos exclusivamente. Algunos maridos “ayudaban” con las tareas del hogar: abrían los frascos de las tapas que estaban pegadas y sacaban la caja de Coca-Cola, unas raras veces lavaban o lavan los platos en las vacaciones, o hacían el desayuno el día de la madre. Los hombres siempre han ido al taller de mecánica a hacer los arreglos del auto, eso no ha cambiado. Las mujeres seguimos sin tener idea de lo que hay dentro del capó de un carro. Ante el aumento de las separaciones matrimoniales, cada 15 días hacían parcialmente las funciones femeninas.

Veinte años después, en el siglo 21, la casa se sigue trasformando. El teléfono celular y el computador son los objetos más indispensables de la casa, de la vida. La cocina es incluyente, no hay cocinas para esconder a nadie detrás de sus muros; en muchos casos está abierta hacia la sala. Los aparatos electrodomésticos siguen en aumento, los robots nos remplazan, afortunadamente; hasta los hay que barren y aspiran. Hay una televisión plana e inteligente y un teléfono celular por persona. Todos en la familia más conectados virtualmente, pero más solitarios físicamente. Las neveras crecen en tamaño, así como los congeladores. La gente va menos veces al supermercado, pero compra más comida cada vez que lo hace. Los closets se han convertido en cuartos, cada día más grandes. La gente compra más y acumula más, y los cuartos útiles y despensas se agrandan. Los carros han aumentado en número, en las familias. No hay casi tiendas de barrio, se merca en supermercados y se pide a domicilio. Se depreda el planeta sin miedo al futuro.

El maquillaje se ha atenuado bastante, pero los procedimientos cosméticos crecen y se multiplican, los gimnasios y clínicas dermatológicas y de cirugía plástica se vuelven negocios millonarios. El vestuario es práctico: uso de pantalones y camisas, más que de vestidos y faldas. Uso de zapatos confortables, con tacones menos altos y más anchos y sobre todo, no de aguja, para el uso cotidiano. A las jóvenes de hoy les parece bien usar tenis con faldas, algo impensable en otras épocas; aunque, desafortunadamente siguen siendo obedientes a los dictados de la moda, pero la moda se ha vuelto más ecléctica, lo cual ayuda a complacer distintos caprichos. Curiosamente, las clases altas imitan a las clases bajas al usar pantalones rotos y tatuajes. Los hombres y las mujeres se visten más parecido, se arreglan más parecido, pues muchos hombres se afeitan el cuerpo y se depilan las cejas. Muchas mujeres se cortan el pelo con estilo muy masculino.

Son dos generaciones desde que el hombre pisó la Luna y ya hay una gran clase media y media alta en el país. Y ambos miembros en la pareja trabajan, ambos se educan, ambos se consideran pares. El valor de la mujer ha subido claramente. Los dos sostienen la economía del hogar y los dos se reparten las labores de la casa, aunque aún no en porcentajes iguales. Las empleadas de servicio se vuelven un lujo, pues cuestan, y por tanto, tienden a desaparecer. Los apartamentos son cada vez más chicos. Muchas parejas deciden no tener hijos o, si acaso, uno. James Bond se da patadas y puños de igual a igual con la beldad de turno. Los hijos son responsabilidad casi igual de ambos padres. Y en el primer mundo, donde las opciones de estudio y laborales son mayores, las mujeres optan, en su mayoría, por carreras cuya práctica les deje más tiempo libre. La participación de la mujer en las ciencias duras e ingenierías es minoritaria, y esto ocurre también en las sociedades más educadas. La razón es que las mujeres, cuando pueden escoger, prefieren tener una vida social y familiar más activa. Muchas mujeres deben retirarse del mundo laboral o trabajar parcialmente durante la crianza de los hijos. Los resultados en pruebas de inteligencia hoy ponen a la mujer por encima del hombre, pero la naturaleza pesa y la lucha principal para participar en los distintos campos es buscando vencer las tendencias “naturales” y educando más a las hijas para que sueñen con hacer cosas grandes e importantes.

Pero… todavía hay mucho por hacer para construir una sociedad más justa para la mujer. No hay que volver a la Luna, y menos, ir a Marte, pero hay algo urgente que no se previó hace 50 años: cuidar el Planeta, antes de que sea demasiado tarde y pierda todo el sentido el hacer más conquistas.

Este artículo fue publicado en la Revista Universidad de Antioquia Número 333 de julio-septiembre 2018.

 

 

 

 

 

 

 

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