Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

Sobre un libro de arte estupendo

El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales es un libro que permite ver con detalles los movimientos sociales e intelectuales de los últimos cien años y cómo influyeron en las mentes de los artistas y en sus expresiones artísticas. De una manera directa y sensible, Carlos Granés nos va llevando de líder en líder y de movimiento en movimiento. El libro es serio, inteligente y profundo, y está entreverado de suficientes chismes y extravagantes anécdotas para ser, además de interesante, muy divertido. Ser divertido y ser claro nos son cualidades comunes a los libros de arte; son dos proezas que pocos escritores de este reino logran. Además, es un libro honesto, sin rebuscamientos o pretensiones, sin amañamientos postmodernos, de esos que aburren y ya no impresionan sino a los novatos.

El libro llega hasta el presente y menciona a los artistas que hoy en día tienen más renombre. Granés hace una crítica no exactamente sobre sus obras, sino sobre la pertinencia y el alcance de estas en el contexto de sus propias aspiraciones; porque Granés nos muestra que hoy en día la obra se apoya en un discurso que le da validez, más importante que el objeto o resultado del ejercicio artístico en sí mismo. Así lo dice: “Lo que mantiene erguido a este tipo de arte es el discurso, el concepto, la palabra y sobre todo la cháchara. […] Hoy en día, muchos artistas dedican más tiempo a desarrollar la teoría o el discurso que enmarcará sus obras que las obras mismas” (pag 426).

Y no está mal que haya discurso; es muy posible que una obra dada lo necesite y el discurso la valide. ¿Por qué no? Pero sin duda la modalidad ha servido para que muchas niñerías sean presentadas como serias, por encima de la comprensión de personas inteligentes y expertas. La falta absoluta de consenso entre los expertos, cuando ocurre, es una buena señal de que nadie está entendiendo nada, de que no se comparten los parámetros de juicio. El arte necesita cierta preparación y experiencia para ser disfrutado y comprendido. Sin embargo, es bueno recordar que no somos y no podemos ser tabulas rasas, pues desde que nacemos estamos bombardeados con información de todo tipo, entre ella, artística. Pero el objeto o acción artísticos no demandan una preparación teórica intelectual del calibre de los temas de la genética, por ejemplo. De hecho, las obras de arte se hacen con el objetivo de interesar al público general, como se hace la mayoría de la música o del cine; aunque también se produzcan piezas dirigidas a especialistas. De todos modos, los museos abren sus puertas esperando que el público general entre y vea las exposiciones; y las galerías las abren esperando que la gente normal se antoje de comprar las piezas expuestas. Sin duda, la preparación teórica ayuda, así como la exposición y experiencia con obras de arte, pero no siempre son requisito. No deja de ser muy interesante que en el consenso de lo que es bueno en el arte haya un margen de error tan grande, que el 85% de los nuevos artistas contemporáneos encumbrados por los críticos, con o sin discurso, desaparecen en menos de diez años, se esfuman. Reformando el tuiter de la escritora Alma Delia Murillo “no queda de ellos ni las cenizas para otro renacimiento”. Se ve que muchos son los llamados y pocos los escogidos. Como dice Don Thompson, en su libro The 12 millions Stuffed Shark (El Tiburón relleno, de los 12 millones, 2008, páginas 25-26): “El arte contemporáneo es temporal. Al mirar en las revistas se puede ver que la mayoría de las galerías que existían hace diez años han desaparecido. Si se mira en los catálogos de Sotheby o de Christie, la mitad de los artistas no se ofrecen ya en ninguna parte, están acabados como artistas. Cabe preguntarnos qué va a sobrevivir dentro de 25 años. La mayoría de las cosas no sobreviven. En 27 años, de mil artistas de Christie y Sotheby, solo veinte siguen sonando.

El libro permite ver, en versión acelerada, cómo las ideologías han empujado el arte de los últimos cien años, cómo los cuentos, las “narrativas”, influyen en los parámetros de selección de lo que entra y sale del marco de lo artístico; permite ver también el papel eliminador y aniquilador de las modas. En La palabra pintada, Tom Wolf describe la forma como los críticos americanos de arte, del siglo veinte, fueron uno por uno eclipsando a los anteriores, mientras ponían a refulgir su propia creación o nueva estrella de las plásticas. En El puño invisible, de Granés, uno ve la fuerza de los movimientos sociales, sus líderes empujados por sus propios anhelos y temores (el más fuerte y constante, el de que la vida fuera como una obra de arte, el temor mayor: a la aburrición), y la forma cómo estos movimientos sociales han venido definiendo las necesidades, los alcances y las materializaciones del arte.

Se seleccionan aquí dos párrafos tomados del libro sobre la situación actual:

“Los estudios culturales que se enseñan en las facultades de humanidades estadounidenses (y ahora, a medida que pasan de moda, cada vez más en Latinoamérica) han completado la tarea. Luchando contra el poder, el sexismo, los prejuicios de clase y toda forma de opresión, estos académicos han democratizado la producción cultural hasta el punto de banalizarla. Desde su perspectiva, todo es digno del mismo reconocimiento pues es expresión de una identidad y ha quedado demostrado —gracias a Foucault y los otros teóricos posmodernos— que no hay un criterio externo y neutral con el cual juzgar qué es valioso y qué no. Con esta erosión del elitismo artístico, sin embargo, el mundo no se ha hecho más justo ni más igualitario. Lo que se ha conseguido, al pretender corregir las imperfecciones del mundo eliminando el juicio de valor, ha sido herir de muerte al arte. Impermeable a la crítica, indiferente a la calidad y a la imaginación, todo empieza a depender de la habilidad de un asesor de imagen que sepa convertir a un artista en una suculenta atracción mediática. Como querían futuristas, dadaístas surrealistas, se destruyó la cultura, al menos la alta cultura sustentada en valores como la pericia, la imaginación y el talento, pero con ello no vino la muerte del arte ni del museo. Con ello vino el segundo tiempo de la revolución, en el que cualquiera cosa puede convertirse en arte siempre y cuando genere suficiente expectativa y escándalo como para llamar la atención del museo. Y en esa materia, pocos artistas han demostrado tanto talento como Koons (pag, 350)”.

“Puede que muchas de las manifestaciones culturales actuales se muestren transgresoras y rebeldes, pero la verdad es que vivimos un período de calma cultural, donde prevalecen la frivolidad y la inocuidad de las obras, y en el que los artistas, antes que oponerse a la sociedad en la que viven, producen un arte que celebra los aspectos más rentables y degradantes del capitalismo contemporáneo: la banalidad (Koons), el plagio (Princey Levme), la explotación (Sierra), el shock escandaloso (Hirst), el exhibicionismo (Emin), la bobería (Creed), el sadismo (Muehl), el amarillismo (Orlan), la escatología (Mike Kelley) y la vulgaridad (Paul McCarthy) (pag, 459)”.

Al final, nos queda la impresión de que el capitalismo definitivamente expandió sus ambiciosos tentáculos sobre el mundo del arte y lo está engullendo. Los productos del arte plástico cada vez más se comportan como objetos de mercancía, como bienes posicionales. Y esto se da ya que el dinero es un bien común entre los millonarios, mientras que las piezas de arte son cosas exclusivas que otros menos ricos no pueden tener, son bienes que marcan la posición social y pueden comprobar la superioridad monetaria de un rico sobre los otros. Después de tanta rebeldía —característica por excelencia la de los primeros sesenta años de los últimos cien— caímos en la obediencia y la sumisión. Los artistas y el público se someten dócilmente a las grandes marcas y a lo que estas manden. El artista se ha convertido en otra marca más en el mundo.

La obediencia de la gente es para quedarse perplejo, por eso a donde quiera que se vaya se encuentran los mismos almacenes, las mismas poderosas e internacionales compañías persuadiendo sobre lo que se debe consumir y tener. Compro luego existo es la consigna que nos han impuesto y que obedecemos. Compra, luego perteneces a una élite; más cara la mercancía, más encumbrada la élite, más estatus. Lo que hay que hacer es desobedecer, rebelarse, no tener objetos de marca, no tomar café en Starbucks, no obedecer a las grandes multinacionales y no hacer arte para venderles a los ricos. Se queda uno pensando…

Los libros estupendos no solo dan buenas respuestas sino que generan buenas preguntas, no solo lo dejan a uno pleno, sino inspirado, como pasa con El puño invisible. Quizá de toda esta información se puedan hacer inferencias sobre cómo se mueven los movimientos artísticos, qué los alimenta, qué los enciende y qué los mata; y surjan las preguntas: ¿qué poderes le quedan al arte, para dónde va y en qué forma puede influir en la sociedad?

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