Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

Las implicaciones sobre creer o no en el libre albedrío

De un ser sin capacidad de decisión, que no pude decidir entre el bien y el mal, no osaríamos calificarlo de bueno o malo por sus acciones; diríamos que actúa instintivamente,  de forma programada. De anularse la libertad de decidir, el valor de la bondad y el peso de la maldad se perderían. Esta sería la primera consecuencia dela inexistencia del libre albedrío. No creemos que una hormiga sea buena o mala moralmente porque alimenta a la hormiga reina o porque pica a una persona, respectivamente.

El debate sobre el tema, en los campos de la religión y la filosofía, ha perdurado durante siglos. Se ha debatido sobre si lo que hicimos estaba previamente determinado, de una manera compleja que simplemente no podemos conocer, o si en realidad decidimos y, por tanto, si lo que vivimos depende de esas decisiones que fuimos tomando. Las implicaciones del libre albedrio son serias, pues repercuten en los ámbitos éticos, jurídicos y científicos de la comunidad.

Nuestros actos están comandados por fuerzas cuyo impacto en nuestras decisiones no es despreciable: obedecemos a leyes físicas, químicas y biológicas, porque no estamos aislados, estamos hechos de la misma materia que el resto de cosas en el Universo. Nuestro comportamiento es producto de la evolución, somos mamíferos, de la familia de los primates, y como tales cargamos preferencias y comportamientos innatos.

Nuestra genética define la forma como funciona nuestro cerebro, y el carácter, que depende de la forma como funciona el cerebro, influencia nuestras respuestas al mundo exterior. Unos cerebros son más maleables y sensibles a las influencias del ambiente, otros lo son menos.  Así que los juicios que emitimos para tomar decisiones ya están condicionados por el aparato neuronal de cada uno. El cerebro es un sistema físico que funciona independientemente de lo que deseemos. Responde a su estructura, a su física y a un estado químico que puede variar en función de las hormonas que el mismo produce, que el cuerpo produce o que ingerimos. No entramos en conflicto con el corazón y su forma de latir, pues no tenemos la ilusión de que podemos modificarla. El comportamiento cambia al introducir químicos en el cuerpo. Bajo la influencia de alcohol o drogas, nos portamos de una manera diferente de la normal; también lo hacemos bajo la influencia de las experiencias, que a su vez modifican la química del cerebro; igualmente, dependiendo del estado de salud. El cerebro cambia su funcionamiento si se hace yoga, ejercicio físico, si se está estresado o contento. En el cerebro, la carencia de neurotrasmisores y la presencia de tumores, según el lugar donde estén localizados, trastornan el comportamiento.

Muchos experimentos sicológicos y neurológicos se han diseñado con el objetivo de averiguar si existe o no el libre albedrío. Uno de los más famosos es el de Benjamín Libet. El experimento mostró que antes de ser conscientes de que estamos decidiendo, ya habíamos decidido. De lo cual se deduce que la mente reconstruye los acontecimientos y los explica a posteriori. La mente es una herramienta que concilia su estado con la realidad.

Sin embargo, en otros experimentos realizados por distintos sicólogos, de distintas universidades, se ha visto que la información que entra al cerebro, en un momento dado, influencia la toma de decisiones. Experimentos como los de Kathleen Vohs, de la Universidad de Utah, y Jonathan Schooler, de la Universidad de Pittsburgh, en el 2002, mostraron que si a una persona se le dan muchos argumentos para no creer en el libre albedrío, su comportamiento ético, compasivo y responsable se reduce. Los experimentos de Roy Baumeister, de la Universidad del Estado de Florida, llegaron a la misma conclusión. Baumeister  lo explicó así: los que creen que todas las acciones humanas se derivan de acontecimientos anteriores,  y que en última instancia pueden ser entendidas en términos del movimiento de las moléculas, se dejan de ver a sí misma responsable de sus acciones. En general, los sicólogos han mostrado que las personas que abogan por un pensamiento determinista son menos generosas, están menos dispuestas a ayudar y son menos honestas.

A estos hallazgos se enfrenta el neurocientífico Sam Harris, mostrando el aspecto positivo de no creer en el libre albedrío. Dice Harris que cuando entendemos que el otro no escogió el cerebro que tiene, ni la familia ni la educación ni el entorno en el cual nació, quizás más fácilmente le perdonemos sus faltas de conducta. Si comprendemos que el asesino y violador de niños no es “responsable” de sus actos dejamos de pensar en vengarnos; y en vez de eso, buscamos formas de inhibir esos comportamientos, de hallar mecanismos de ayuda para él, y de protección para la sociedad; sin buscar dañar más al otro, más de lo que  ya está, y mucho menos destruirlo. No creer en el libre albedrío puede ser útil para librarnos del odio, del rencor, de la ira. Como dice Sam Harris: el odio es tóxico; puede desestabilizar no solo las vidas individuales sino las sociedades enteras.

Haya o no libre albedrío, la ilusión está allí y es perfecta. Una gran parte del cerebro está destinada a decidir después de recibir la alimentación (input) que le llega de la realidad; por tanto, lo que pongamos en esa realidad es fundamentalmente importante. Está demostrado. Con o sin libre albedrío, y si es que somos capaces, es bueno crear condiciones, las que sean necesarias, dónde el comportamiento ético se propicie y multiplique.

 

 

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