Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

El arte como empresa, o el negocio del arte

En las artes en general -sea en la música con sus grabaciones, conciertos, artistas, giras, presentaciones y filmaciones, o en el ballet, el teatro, la pintura, el grabado, la escultura, la instalación, la ambientación, el video o la fotografía- el negocio económico juega un papel definitivo y definitorio. Hoy son comunes los grandes empresarios del entretenimiento, y en las artes plásticas, unos pocos artistas se han ido convirtiendo en empresarios también.

 

Lee Soo Man, dueño y autor de SM Entertainment, empresa ubicada en uno de los barrios más costosos de Seúl, vendió en el último año 59 millones de discos de los grupos musicales creados en su empresa. Lee Soo Man recorre con frecuencia su país en busca de estrellas. La empresa abre audiciones, escoge, capacita y contrata sus jóvenes artistas para los siguientes quince años. La compañía se queda con la mayor parte del beneficio económico.

El consumidor de música puede comprar hasta cuatro tipos de discos compactos del mismo artista: “Uno para oírlo, otro que permanece sellado, otro que está autografiado y una versión en caja de lujo con diamantes de plástico y escarcha”1. Es un producto accesible y el comprador lo adquiere para entretenerse, pues no da estatus. Entre los consumidores de arte visual están los que compran para decorar, los que compran por el placer de tener algo que les gusta y los que compran para aumentar su estatus. Estos últimos necesitan la exclusividad del producto. No se debe a que las personalidades de los compradores sean distintas, es solo que la función del producto es diferente. Los precios encumbrados del arte no podrían explicarse de otra manera: los millonarios necesitan poseer artículos que nadie más pueda tener, artículos que demuestren cuán ricos son. Por esto, las artes plásticas tienen la función de señalar que el comprador es adinerado, culto y de buen gusto.

El comprador en general desea lo que la mayoría desea. Parece una contradicción con lo dicho en el párrafo anterior, pero no lo es. Si una obra de Antoni Tàpies se vendió en una subasta por un precio muy alto, un número creciente de compradores de obras caras querrán tener un Tàpies, que sea único, claro está. Si muchas personas empiezan a comprar Boteros, más personas querrán Boteros; el gusto de la mayoría da seguridad al individuo.

Los grandes vendedores de arte saben que objeto de “marca” y publicidad deben ir juntos. Para hacer que una obra valga 12 millones de dólares o 100 o 250 millones, se necesita convencer al comprador de muchas cosas, principalmente de que la obra es única, o en su defecto, de que existen muy pocas obras iguales -el caso de las series-; también, de que no solo vale ese precio sino que valdrá mucho más, lo cual significa que es una buena inversión y que se le hará publicidad a la obra. Así, él podrá estar recordando que es poseedor de una obra maestra, y otros millonarios se enterarán. Claro, todo esto debe empezar con la creencia de que se compra una obra maestra (lo cual quiere decir: producto de la excelencia humana, con certificado de autenticidad, poseedora de atributos intrínsecos que superarán el juicio del tiempo). La publicidad convierte al artista en marca”; en vez de decir, es un Apple, se dice es un Warhol, un Hirst, un Botero. En esa maquinaria invisible que convierte al artista en una especie de marca encabezan la fila los que venden y promueven las piezas de arte -más conocidos por el anglicismo dealers-; después vienen las galerías de prestigio o de marca, las casas de subastas de marca y un poco los críticos y compradores o coleccionistas.

Un ejemplo de lo que hace el artista como marca nos lo cuenta Don Thompson en su libro The 12 Millions Stuffed Shark: A. A. Gill, crítico de restaurantes y escritor del London Sunday Times, poseía un retrato de Joseph Stalin realizado por un pintor desconocido. Había pagado 200 libras por este, y en febrero del 2007 se lo ofreció sin éxito a la casa de subastas Christie’s. Entonces llamó a Damien Hirst y le pidió que pintara de rojo la nariz del retrato. Este así lo hizo y además puso su firma debajo de la nariz. En seguida, Gill volvió a ofrecérsela a la misma casa de subasta. En Christie’s la recibieron a un precio base de 8.000 libras, para rematarla en ¡140.000 libras!

Al igual que la SM Entertainment, algunos artistas plásticos han convertido su producción en empresa: Damien Hirst, en Londres, Jeff Koons, en Los Ángeles y Murakami, en Japón. Estos tres hombres contratan otros artistas para diseñar, combinar y producir las pinturas, esculturas y objetos. Ellos dirigen la empresa, firman las obras y definen aspectos finales del producto. Los precios corresponden a la “firma”, a la importancia de estos como artistas famosos, de “marca”.

Circulan por la Internet los nombres de barrios en China en los que se aglomeran  copiadores profesionales de obras de arte. Los turistas encargan copias en óleo de la Mona Lisa, de Leonardo, de Los girasoles, de Van Gogh, etcétera. Tener una compañía en el arte plástico equivalente a la SM Entertainment es algo viable; solo se necesita una buena suma de dinero para empezar y un buen gerente. Se empezaría por buscar estudiantes de arte en las universidades, que dispusieran de tiempo para trabajar en la empresa. En esta no solo se trabajaría, también se aprenderían técnicas de pintura, grabado, fundición, tallado en madera y piedra, bajo la dirección de expertos. Investigadores de mercado harían encuestas para saber qué es lo que la gente desea y compra. Otros grupos de personas de la misma área estudiarían las tendencias de la moda, diseñarían esculturas, pinturas, espacios, que luego se fabricarían. Se harían ensayos de color, terminados, texturas, materiales y variaciones de las obras con el fin de sacar objetos “únicos” y series, pequeñas en número. La compañía sería dueña de las galerías, en las cuales se exhibirían los productos; contarían con sus propios dealers, críticos de arte y revistas. El objetivo principal es que la compañía tuviera muy alto estatus y por ende sus hijos o productos también. La compañía no solo cubriría las necesidades del arte decorativo para individuos y corporaciones; también diseñaría eventos, bodas, ceremoniales de defunción, de nacimiento, inauguraciones de juegos olímpicos, de otros tipos, posesiones presidenciales, en fin, todo lo que a los humanos nos gusta y queremos destacar.

¿Cuál es el pecado que hay en esta idea? A los humanos, tan gregarios y jerárquicos, nos gustan los ídolos, el nombre del artista, el sujeto “genio”, único, que se lleve los méritos, el Leonardo Da Vinci que cargue con el peso de la fama. Sin embargo, se ha visto que la gente es capaz de pagar altos precios por objetos de “marca”, aunque el objeto comprado no sea único. Si las compañías de arte compitieran entre sí, como lo hacen los artistas, el mundo del arte daría un giro grande. Al artista individual le quedaría más difícil sobre salir solo, proponer algo interesante, pues competiría con grupos pensantes de alto alcance. Las preguntas surgen: ¿qué se juzgaría, qué podría evaluarse en ese nuevo contexto del arte?

Lo que ha ocurrido con el ajedrez podría ocurrir con el arte: ha cambiado su sentido y las reglas después de haberse desarrollado un programa de computador que juega mejor que cualquier humano. Si son empresas las que producen arte, este se desmitificaría. Apelemos a las debilidades humanas para luego vencerlas. Hemos visto en la historia de los siglos 20 y 21 que presentando creaciones, de cierta manera y en ciertas circunstancias, bajo el aval de los críticos, casi todo, incluso la mierda humana -véase a Manzoni, Mierda enlatada– puede ser arte. La inquietud de por cuánto tiempo será no tiene aún respuesta; sin embargo, las empresas que aquí se proponen revelarían datos interesantes sobre los alcances y funciones del arte.

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