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Sobre el populismo punitivo

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En las últimas semanas, la opinión pública nacional se ha enfrentado al terrible crimen de cuatro niños en el departamento de Caquetá; entre el dolor y la indignación, generadores de opinión, analistas e incluso funcionarios han abordado el debate sobre cómo evitar que cosas como estas se repitan.

Por un lado, en una salida irresponsable, el Director de la Policía Nacional, Rodolfo Palomino, propuso que las penas para asesinos o violadores de niños fueran la muerte, primero, y luego de la presión de algunos medios, la cadena perpetua.

Palomino gana puntos por saber distraer la atención de las cosas importantes apelando al populismo punitivo. Porque los principales desafíos de la justicia en Colombia no son, ni de lejos, la dureza de sus penas, y porque una mirada, incluso superficial, de las fallas en ese sistema dejan muy mal paradas a las autoridades públicas, como la Policía.

El problema de la justicia en Colombia es la impunidad -o su efectividad selectiva- no la dureza de las penas. Aunque hay algunos otros grandes obstáculos para la provisión de justicia en el país.

Lo primero es reconocer que los colombianos no podemos seguir pretendiendo que los problemas se solucionan cuando les tiramos un montón de leyes encima. Legislar es uno de los deportes nacionales, pero esto ha causado más problemas, atrasos y sobrecarga al sistema judicial que una efectiva aplicación de las normas.

Uno de los mejores ejemplos –más perversos, aclaro- es el de la Ley 30, con la que el Estado colombiano “combate” al narcotráfico. En efecto, de acuerdo a una investigación de DeJusticia, el 98% de los condenados por esta ley suelen ser miembros poco importantes de las organizaciones criminales, y por esto, se refieren a los “jibaros” de poca monta o consumidores “mal parados”.

Lo segundo es señalar la cantidad de incentivos perversos que constriñen la función de las autoridades en la aplicación de las leyes punitivas. Por ejemplo, una parte importante de ese 98% de condenados de los que habla DeJusticia se explican en la medición de resultados y la validación de ascensos de la Policía por el número de capturas que hagan sus agentes. Es decir, que los policías del país reciben beneficios por capturar mucha gente, no por lo que esas capturas representan para la seguridad de los colombianos o incluso, por la calidad del caso construido alrededor de la captura –esto es, la robustez de las pruebas-, otra explicación para la alta tasa de impunidad nacional.

Y lo tercero es recordar que muchos de los espacios y agencias públicas que acompañan los procesos judiciales y la política criminal en el país se encuentran en crisis. Así, la mayoría de las cárceles en Colombia sufren de altos índices de hacinamiento, acompañados –a la mejor manera de la teoría de “las ventanas rotas”- por abusos de los guardas, corrupción de los funcionarios y una despreocupación casi absoluta por la función de resocialización que se supone cumple el sistema carcelario –la proporción de la población carcelaria reincidente ha sido del 15% en promedio en los últimos diez años-.

Colombia, antes que mayores penas, necesita más eficiencia, eficacia, control y responsabilidad sobre la ampliación de las que ya tiene. El problema de caer en manos del populismo punitivo es que deja de lado –distrae, por así decirlo- de las reformas necesarias y más importantes que necesita la justicia del país.

 

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