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Los derechos humanos: a restarles rimbombancia y sumarles realidad

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Somos tan buenos hablando en abstracto de derechos como la vida, la libertad, la educación y la dignidad. Tenemos todo tipo de textos de filosofía política donde desarrollamos tratados al respecto, el discurso rimbombante también siempre está a la orden; pero al momento de ponerles piel, nombres, historias de seres humanos a estos derechos nos quedamos cortos, nos cuesta entender las implicaciones de nuestras convicciones al momento de traducirlas en garantías para la humanidad.

Hace poco hablaba con un muy querido amigo sobre este tema. Conversábamos de cómo nuestra sociedad–con honoris causa en indignación– por ejemplo reclama furiosa porque los niños y las niñas que son reclutados para la guerra no están jugando tranquilos a la pelota, no pueden compartir con sus amistades, no están aprendiendo en la escuela y mucho menos recibiendo amor por parte de sus padres.

Esto, a primera vista, es una indignación justa y hasta loable. No obstante, la realidad supera la retórica. En los miles de casos de reclutamiento infantil que se han presentado en nuestro país, generalmente no hubo juegos, sonrisas y felicidad previos a que estos menores partieran para la guerra. La mayoría de los hogares campesinos de donde ellos salieron están signados por la pobreza extrema y la violencia en todas sus expresiones; esa infancia idónea y hasta idílica de la que tanto habla el discurso no tuvo presencia allí, incluso muchos infantes ven la guerra como una salida de sus hogares, una escapatoria del maltrato y del hambre.

Pero claro, mirar las cosas desde esta óptica nos descuadra el discurso y hasta nos daña la vista bonita. Además implica pensarnos el tema de la desigualdad social, y maluco que en esa tarea nos tachen de guerrilleros y comunistas (tal como le sucedió a Héctor Abad Gómez y a otros tantos). Así las cosas, con ese tipo de indignación por el reclutamiento infantil podemos movilizar grandes marchas y medios de comunicación; pero nunca estará ni cerca de garantizar los derechos a los niños porque no los entiende, porque no está pensando realmente en ellos y sus contextos.

Lo mismo pasa cuando se pone sobre la mesa el debate sobre la eutanasia. Las frases más hermosas en defensa del derecho a la vida salen a relucir, sin embargo, la forma en que se materializa ese derecho y sus complejidades a muy pocos les importan. En el centro de la discusión deberían estar los pacientes que desean hacer uso de la llamada muerte digna junto a sus historias, sus dolores y sus sentires; pero no, ponerle carne y hueso puede restarle elegancia, puede hacernos ceder en los discursos religiosos y morales en que siempre hemos  creído. Algo así, nos saca de sí y mejor se opta por continuar desde la retórica.

Mientras hay personas postradas en la cama, sabiendo que su vida se ha acabado y que lo que ahora las invade es un camino de dolor hacia la muerte; hay otros  que desde la comodidad de sus vidas saludables se atreven a decir, como si fueran seres superiores, que el dolor no es gran cosa y que la existencia por la mera existencia es el propósito. Sin importar que por esta argumentación el derecho a la vida se vuelve incómodo y sin sentido por el sólo hecho de ser impuesto y no elegido.

Situaciones así como la del reclutamiento forzado infantil y de la eutanasia, donde los derechos requieren anclarse en realidades y no en discursos bonitos, hay muchas, se me vienen a la cabeza varias relacionadas con el aborto, el suicidio, y el matrimonio y la adopción igualitarias… Sé que no es un cambio de óptica sencillo, reta la capacidad de análisis, nos lleva al descubrimiento de problemáticas más complicadas de las que creíamos ver, implica pensar soluciones creativas y endógenas que no están dadas a priori. Pero si realmente se quieren dar debates con altura y revisar los derechos como un asunto central de la dignidad humana, esta labor se hace necesaria y muy urgente.

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