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Es el destino…

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Según los grandes teóricos del Capital Social, los comportamientos humanos que se dirigen hacia otros individuos están sustentados en una serie de creencias que cada hombre tiene frente al mundo. De esta manera, supondríamos que antes de cualquier tipo de interacción con otro ser humano, nos habitan una serie de creencias o preconcepciones sobre ese otro y sobre su mundo que nos van a llevar a tomar decisiones particularizadas. Verbo y gracia, si temo a ciertos comportamientos en los seres humanos, habita en mí una creencia que me va a llevar a considerar que alguien que se comporte de cierta manera es digno de ser temido.

En esta línea, no son pocas las preguntas. ¿De dónde nacen las creencias? ¿Es posible renunciar a alguna? ¿El mundo está predeterminado? ¿Cuál es el papel de la libertad? ¿Qué es todo eso de “Destino”?

Kant, en su Crítica de la Razón Pura, defendería que el conocimiento comenzaba con la experiencia. Para el filósofo prusiano, el acercamiento con el mundo y los modos en los que nos relacionamos con este son –estas dos- las características primordiales para llevar avante un proceso cognitivo que desemboque en la construcción de alguna suerte de conocimiento que se transmita como experiencia hereditaria.

Así pues, diremos que uno de los primeros momentos de la creencia frente al mundo se refiere, o bien a nuestro propio acercamiento con este, esto es: la experiencia; o mediante la comprensión hereditaria de anteriores acciones experimentadas. En el primero de los casos, la evidencia la tenemos en nuestras manos. En nuestra cotidianidad, el vivir con el otro pasa desapercibido a pesar de participar de la configuración permanente de nuestra relación con el mundo. En otras palabras, son recuerdos que tenemos en nuestras manos sobre acontecimientos que marcaron un hito importante en nuestra vida, pero sobre los que directamente no tenemos más control que el que el sufrimiento y el goce determina a cada segundo.

El conocimiento o, por lo menos, experiencia hereditaria es todavía más complicada de digerir. En este caso, no tenemos evidencia de algún tipo en nuestras manos. A lo sumo, queda un vibratto irracional en el tímpano de nuestros oídos que se disipa con gran facilidad ante los afanes, barullo y descubrimiento del propio mundo.

Con todo, resulta que ahora es cuestión de destino. Sin experiencia alguna en la materia, pareciera que el mundo y su propia representación van mucho más allá de nuestra línea temporal. Ni por experiencia propia ni por experiencia heredada hemos de tener la capacidad de saber qué es lo que va a pasar a continuación. Esta es la tarea del destino, ¿y la del hombre? Aceptar los designios.

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