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El ocaso de los ídolos

Por: 

Habla el desengañado: buscaba grandes hombres y no he encontrado nunca más que monos imitadores de su ideal”

Friedrich Nietzsche

 Y lograron separar el poder de la razón.

Es muy fácil desenamorarse de alguien, digamos, mejor, dejar de sentir admiración, el amor es otra cosa bien complicada. Sólo basta con que la persona a la que habías considerado un ídolo no se comporte de forma ética. Puede cometer errores, contradecirse, tomar decisiones inversas a lo que se había pactado, pero el hecho de que no acepte esos errores, esas contradicciones y esas reversas en las decisiones hace que la confianza, la admiración y el respeto se diluyan. No se pierden, se diluyen.

El sentimiento de omnipotencia va cegando. No hay razones, sólo acciones. La palabra pasa a un segundo plano cuando las circunstancias cambian; es el pragmatismo en su máxima expresión. No el de James, más bien el de Kissinger.

Te miran a los ojos y te mienten. Ni siquiera aparece la taquicardia, no hay un solo signo de exaltación. Todo está medido de antemano, premeditado, las decisiones han sido tomadas mucho antes de ser expuestas y no hay espacio para argumentar distinto. Acatar, no atacar, es la máxima.

El lugar de encuentro se vuelve oscuro, aunque la luz de medio día entre a plenitud. Hay un grupo de ateos defensores de una iglesia. Es, cada vez más claro, la rebelión de las masas. Es, cada vez más obvio, la soledad del que piensa distinto, ‘del que no tiene la razón’. ¿Alguien en ese espacio la tiene?

La memoria es muy corta. Hace apenas unos años todo era como hoy no se quiere y tan distinto a lo que hoy se quiere. Es mejor olvidarlo, pero imposible. Qué fácil sería decir ‘me equivoqué’, pero cuan deshonroso.

Ahora se es distinto. Se pisa más fuerte, se habla más duro, se mira desde más arriba. Cualquiera puede quedar debajo, incluso la palabra. Eso no es deshonroso.

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